Funesta perspectiva desde las torres del
Kremlin –Moscú,
cuatro de diciembre de 1941-
-Nos encontramos ante una situación crítica, Gran
Camarada -pero las palabras de Lavrenti
Beria apenas sí fueron escuchadas por Stalin, tal vez no quiso oírlas, tan reticente
como era a las manifestaciones derrotistas o, en verdad, el endiablado viento
decembrino que azotaba las torres del Kremlin ensordecía al hombre de acero
ahora asediado por las tropas de Adolf Hitler.
Stalin apartó los prismáticos de
sus ojos. Se encontraba absolutamente anonadado por lo que acaba de ver: tropas
nazis en firme avance por los arrabales de Moscú, a tan sólo veinte kilómetros
escasos del centro de la capital. Con una leve mejoría del tiempo, sin la
tremenda ventisca que dificultaba la visión, ni tan siquiera necesitaría de los
prismáticos para aterrorizarse con la imagen de las divisiones Panzer apuntando
en dirección a la Plaza Roja, empecinadas en percutir contra los muros del Kremlin.
Ni en la peor de sus pesadillas Stalin soñó jamás con que los alemanes pudieran
llegar tan cerca.
Lavrenti Beria, su fiel camarada,
dejó caer la posibilidad de un abandono inmediato de la ciudad. Para ello tenía
preparado un tren especial secreto. Beria era un tipo inteligente y, como tal,
sabía mantenerse al lado de Stalin cuando otros cayeron por menos, incluso
cuando formulaba ideas que desagradaban al dictador. Siempre era mejor sugerir
un repliegue a una huida, definir una situación insostenible como crítica, en
lugar de perdida...
En cualquier caso, la población no era tonta
y tampoco se mostraba ajena a las circunstancias. El pavor a los invasores
desencadenó el llamado bolshoi drap, el gran pánico que se apoderó de las
calles de la ciudad. Los moscovitas eran conscientes de que los alemanes se encontraban
a las puertas de la capital e iniciaron un dramático éxodo masivo para huir de
lo que se avecinaba. Stalin movilizó a medio millón de hombres para la
construcción de un formidable anillo de fortificación, de una barrera
anticarros que frenara aquello que, en el sentimiento popular, incluso en el de
los atemorizados integrantes del PCUS y del Politburó, ya parecía imparable: el
avance de los Panzer nazis. Menos mal que las nevadas y los barrizales
atascaron, con mayor efectividad que la barrera Stalin, a los blindados
alemanes y que, gracias a ello, Moscú aún resistía. Moscú aún resistía,
sí, pero la cuestión era ¿por cuánto tiempo lo haría?
-Camarada Lavrenti -le dijo
Stalin en el tono paternal que solía utilizar con sus hombres de confianza- no
voy a tomar en cuenta tus palabras, sé que tú no eres un militar, eres un
policía que vela por la seguridad y por el orden de la patria que, por otra
parte, es para lo que te elegí. Por lo tanto, cumples con fidelidad tu trabajo
y, al sugerirme que abandonemos la ciudad, obedeces a tus obligaciones; eso te
honra... Aunque no albergo la más mínima intención de salir de aquí- ahora, de
momento y ante las palabras de Stalin, tan sólo le quedaba a Beria actuar como
sabía que era la manera más prudente. Así que se mantuvo en silencio, se caló
el gorro de abrigo e intentó soportar, estoico, el inhumano frío que azotaba la
torre sur del complejo del Kremlin.
-Esos malditos están ahí al
lado... –murmuró Stalin, que de nuevo miró por los prismáticos. En la puerta de
acceso a la terracilla de la torre se encontraban dos sicarios de Beria que
componían la guardia personal de Stalin. Esa mañana, como todas las mañanas
desde que se inició el ataque alemán contra la URSS, Stalin se levantó
temprano. Tras desayunar un té con un chorrito de vodka se dirigió a su
despacho para tratar con los mariscales sobre las últimas circunstancias de la
guerra. Apenas se encontraban al inicio de la reunión cuando el propio Lavrenti
osó interrumpir para dar la fatídica noticia:
-¡Gran Camarada Stalin! –dijo
solemnemente mientras prorrumpía sin apenas protocolo en mitad del círculo de
militares- ¡Podemos ver a los alemanes desde las torres!
Stalin saltó de su butacón y miró
con furia al consejo militar. Su mirada los acusaba de no saber nada de la
situación, como si dijera: “¡Me habláis de avances, frentes, rupturas,
embolsamientos de tropas, de Kiev, Leningrado, Sebastopol, Odessa, pero el
enemigo se encuentra en los arrabales de Moscú! ¿Pensabais informarme de ello
cuando entraran en mis dependencias para pegarme un tiro?”.
Una vez ya en la balconada, Beria
le extendió a Stalin los prismáticos y le dijo:
-¡Mire, Gran Camarada!
Stalin miró. No pudo creer lo que
veía.
-¡No abandonaré Moscú! -fue lo
último que dijo. Giró sobre sí mismo y desapareció escaleras abajo para
reanudar su charla con los jefes militares. ¡Debía tomar medidas de emergencia!
Como ninguno de los integrantes de esa pandilla de brutos era capaz de hacerlo
tendría que ser él quién solucionara el apuro. Entró de nuevo en la sala y,
ante las expectantes miradas de los militares que aguardaban la orden inmediata
de iniciar la completa evacuación de la ciudad, les espetó:
-He contemplado una funesta
perspectiva desde la torre sur del Kremlin, camaradas oficiales –los prebostes
se preparaban para aceptar, con agrado disimulado, la orden de huida- pero no
pienso ceder un metro de terreno sin lucha, si ese malnacido de Hitler desea
Moscú deberá conquistar con muerte cada palmo.
La oficialidad allí reunida
sintió un escalofrío, ese hombre no pensaba en huir, en rendirse, se volvía
loco, no cabía otra explicación. En su locura pensaba arrastrar a todos con él.
Tal vez pesara en Stalin la circunstancia de que durante el bolshoi drap, ante
la cobardía y el pánico de los ciudadanos moscovitas, ordenó disparar, incluso
por la espalda, a todos los habitantes que intentaran huir de Moscú,
independientemente de que fueran ancianos, mujeres o niños. La marcha de Stalin
causaría una gran desmoralización entre los hombres, como si hasta su propio
líder lo diera todo por perdido. ¡De eso nada! Además, su salida de allí era
sinónimo de entregarle la ciudad a Hitler. Y a eso no estaba dispuesto.
Arriba, aún en la torre, Lavrenti
Beria contempló con los prismáticos a un Panzer que avanzaba sobre la nieve con
una esvástica colocada sobre la parte trasera para que, así, los aviones
alemanes no lo confundieran desde las alturas con un blindado ruso. “Se
encuentran tan cerca...”, musitó. Sintió un escalofrío que se apoderaba de su
cuerpo, pero no era un espasmo provocado por el intenso frío, aunque él
prefirió creerlo así. Se trataba de un escalofrío de pavor, del terror que la
visión de la cruz gamada le provocaba.
***
Epílogo histórico: Botas de
una talla mayor -Arrabales de Moscú, en la noche del cuatro de diciembre de 1941-
Lo que sucedió durante aquella noche en los arrabales de
Moscú define muy bien lo que realmente le ocurrió a la Wehrmacht en su avance
por Rusia. Las unidades blindadas se vieron obligadas a detenerse cuando más
cerca aparecía el objetivo de la ciudad porque la enorme distancia entre la
cabeza del ataque y la retaguardia provocó una desconexión de las líneas.
Guderian y las demás compañías optaron por retirarse para un reagrupamiento
antes del golpe de gracia final. Esa noche, como si Stalin fuera poseedor de
una endiablada y diabólica suerte, el tiempo empeoró aún más y eso inició el
desastre de las divisiones alemanas que se vieron atrapadas por el frío y el
barro que luego se extendería por todo el frente.
La temperatura descendió a los
cuarenta bajo cero y los soldados de la Wehrmacht aún vestían los mismos
uniformes que al inicio de la campaña, en verano. Los dispositivos automáticos
de las armas se congelaban, con lo que tan sólo podían disparar tiro a tiro, la
munición anticarro no entraba en los cañones al solidificarse la grasa, la
mantequilla de las raciones debía de cortarse con un serrucho y para beber una
sopa no podía dejarse transcurrir más de un minuto porque pasado ese breve
espacio de tiempo el líquido se endurecía como una piedra.
Así las cosas, aunque los rusos
no se encontraban preparados en absoluto al inicio del ataque de Hitler, con la
llegada del invierno demostraron que si poseían pertrechos adecuados para
combatir el frío. Los alemanes padecieron de disentería, perdieron miembros y
extremidades por congelación y la gran mayoría de los soldados afectados por
éste mal se suicidaron con una granada accionada sobre sus estómagos al verse
los pies y las piernas ennegrecidas, segadas de cuajo por los rigores de tan
acerado clima. Como ya le pasara a Napoleón, a Hitler también le falló la
intendencia a la hora de enfrentarse al mito del General Invierno.
Esa noche, en la que los
blindados de Guderian y Hoeppner patinaban sobre la embarrada nieve que no les
permitía avanzar, faltos de combustible en muchos casos, Stalin lanzó un
furibundo contraataque que obligó a los amenazadores de Moscú a situarse a la
defensiva. La acción ya no cambiaría de lado y terminaría con la expulsión de
los nazis del territorio de la URSS.
Como diría después el mariscal
Yukov: “Toda la admiración que sentía por el Estado Mayor alemán se desmoronó
al ver a los primeros prisioneros. Oficiales y soldados calzaban botas de su
medida; los alemanes ignoraban que desde siglos atrás los militares rusos somos
equipados con botas de un número superior al que pudiera correspondernos. ¿A
qué efecto? A fin de que podamos rellenar de paja o de papel de periódico las
botas para evitar que se nos hielen los pies”.
Las columnas de prisioneros alemanes
que avanzaban en dirección al confinamiento en Siberia eran similares, con sus
uniformes veraniegos, destrozados por los mordiscos del frío, a las patéticas
colas que formaban los soldados napoleónicos vencidos. La Wehrmacht ejecutaba
así una pirueta en el tiempo para asemejarse a la Grande Armee, no en las
victorias napoleónicas, como tanto le hubiera gustado a Hitler, sino en la más
implacable de las derrotas.
Sobre las nieves de la estepa, el otrora joven comunista le ganaba la
partida, al final, al antiguo pintor de acuarelas, como si entonces, en la
Viena de principios de siglo, ambos ya intuyeran o conocieran algo de todo esto
cuando sus furibundas miradas se encontraron en la Plaza de la Catedral de San Esteban,
hacía ya tanto...