El Führer echaba chispas de indignación. En un alemán
rapidísimo -que le confería un aspecto aún mucho más terrible-,
vertiginoso, se dirigió a su séquito, formado por su Ministro de
Negocios Extranjeros, Ribbentrop, por el mariscal Keitel y por el Estado
Mayor en pleno, que se encontraban formados en el andén. No dejaba de
señalar, con visibles aspavientos de disconformidad, el reloj. El tren
en el que viajaba Franco parecía no llegar nunca. ¡Con lo puntual que
Adolf era siempre! Estos detalles demostraban bien a las claras el
carácter de un país, un país con una red de ferrocarriles de tercera
categoría e impuntual. Bueno, debía mostrarse comprensivo, acababan de
salir de una guerra contra el demonio bolchevique y aún existían muchas partes de la infraestructura destruidas. Pero aún así... ¡Era impensable dar plantón al líder del Tercer Reich!
Desde luego, eso demostraba todo el carácter de un pueblo. Los
alemanes, siempre serios, siempre en punto, en la cima del mundo. Los
españoles alcanzaban lo exigido con grandes apuros, ¡llegaban siempre
tarde! ¿Que podían representar en el concierto mundial? Esa
impuntualidad, esos malditos retrasos...
Adolf Hitler se mostraba excesivamente nervioso en su espera,
recorría el andén de arriba abajo como un león enjaulado en el zoo de
Berlín.
-¡Vaya fresquete! -le dijo uno de los guardias de la estación de Hendaya a otro.
-Sí, ya sabes, por aquí el clima es algo fresco en esta época del
año, ten en cuenta que anda muy avanzado el mes de octubre -les
interrumpió el desvencijado ruido, el lastimoso crujido de un tren que
llegaba. Eran las tres y media de la tarde, un poco pasadas ya. Franco
arribaba con un levísimo retraso de escasos minutos.
-¡Por fin! -exclamó aliviado el Führer. Se caló bien la gorra, se ajustó sus cinturones y correajes del uniforme y se enderezó la medalla de la Cruz de Hierro que lucía en la pechera. Se peinó el flequillo con las manos, de forma informal, pero marcial.
Hitler llegó a la estación de Hendaya a las tres y veinte de la
tarde. Una decena de minutos más tarde aparecía Franco, por lo que se
podía decir que el tren del mandatario español fue bastante puntual. En
ningún caso el ligero retraso de Franco, ocasionado por el deplorable
estado de las vías españolas, pudo parecer una descortesía con los
alemanes. Incluso se hubiera visto muy mal, como un error de protocolo,
que los visitantes españoles se presentaran en la cita antes que los
anfitriones. Bien es cierto que los casi diez minutos de retraso
pusieron nervioso a Hitler porque no existe nada que le crispe más los
nervios a un dirigente que los ratos muertos, no contemplados en la
agenda, esos que obligan a improvisar, a correr el enorme riesgo del
fracaso, de errar, de mostrarse como se es en la realidad y no como el
líder pretende que se le admire: en su total perfección milimétrica y
ensayada.
En cualquier caso, el retraso se magnificaría después por el régimen y
pasaría a formar parte de la leyenda franquista al interpretarse como
una astuta maniobra del Caudillo en un intento de provocar el nerviosismo de Hitler. Una especie de inteligente jugada que no existió jamás.
Franco se apeó ligeramente trastabillado del vagón, pisó mal un
escalón y casi tropezó. Estuvo en un tris de rodar por el piso. A Hitler
no le hubiera parecido nada mal tener a sus pies, humillado, aunque
fuera sólo por un instante, al astroso Caudillo español del tres
al cuarto, ese que decían que era el más joven de Europa, con tanta
gloria adquirida tras su victoria sobre las hordas marxistas. De todas
maneras, no debían olvidar los españoles que gran parte del éxito de
Franco –por no decir que todo el éxito- se lo debían al apoyo del Reich alemán y, en menor medida, a su aliado italiano, que aportaron los elementos necesarios para que los nacionales
ganaran esa guerra. ¿O es que acaso se le olvidó ya al pueblo español
victorioso, tan pronto, la inestimable ayuda prestada por Alemania en la
campaña del Norte, la presencia de la Legión Cóndor, la
toma de Bilbao, el importantísimo papel de los tanques y blindados
alemanes en la batalla de Teruel, e, incluso, la presencia junto a los
ejércitos de Franco del mando estratégico conjunto del general Sperrle y
del coronel Von Richtofen? Sin su ayuda y sin la de Mussolini, sin los
aviones, sin las piezas de artillería antiaérea, sin las bombas y
misiles, sin las municiones proporcionadas, sin el puente aéreo que
establecieron los pilotos alemanes con nueve Ju-52 que
transportaron a veinte mil hombres de las tropas bloqueadas de Franco
desde África a la península, ahora no existiría ninguna España
nacionalista ni ningún Caudillo. A Hitler le molestaba sobremanera la posibilidad de que, tan temprano, todo eso se le olvidase a Franco.
Tras el Caudillo, descendió Serrano Suñer, Ministro de Asuntos
Exteriores, y los jefes de las Casas Militar y Civil. El propio Hitler,
junto a Ribbentrop y Von Brauchitsch, se dirigió hacia ellos con
profusas muecas de cordialidad y satisfacción.
-¡Vosotros! -le ordenó un coronel español a un grupo de soldados-
¡Vigilad que nadie entre en la estación, bloquead las puertas! -los
soldados se fueron a paso ligero, solícitos, a cumplir la orden.
Hitler alzó su brazo:
-Heil! –exclamó alguien desde una fila trasera. Ambos mandatarios se dieron la mano.
-Encantado de verle -le espetó Franco en una frase interpretada en un
burdo alemán y aprendida a marchas forzadas para la ocasión.
-Por fin satisfago un viejo deseo -manifestó Hitler.
Hechas las presentaciones, subieron al vagón-salón donde se
celebraría la conferencia. Después se les unieron los traductores, con
el barón de las Torres por parte española y Gross por la alemana. En el
inicio del conciliábulo, Hitler hizo una primera declaración de
intenciones:
-Soy el dueño de Europa y como poseo doscientas divisiones a mi
disposición, no hay más que obedecer –Franco, dispuesto a pedir un sueño colonial mediterráneo inverosímil a cambio de la entrada en la guerra, sintió que se atragantaba ante tal inicio...
Mientras, el embajador de España en Berlín, el general Espinosa de
los Monteros, y el de Alemania en Madrid, Von Sthorer, ya bebían cálidas
y reconfortantes copas de vino en otro vagón cercano, y
confraternizaban junto al resto de los séquitos que no tuvieron acceso a
la entrevista. Al final, en el turno de las despedidas, un Hitler
visiblemente contrariado por no obtener nada en claro de la reunión se
dirigió a Ribbentrop con las palabras:
-Mit diesen Kerlen kann man nichtsmachen! (¡Con estos sujetos no se puede lograr nada!).
De nuevo, al partir, en mitad del marcial saludo de Franco, cuadrado y
aguerrido militarmente sobre la plataforma del vagón, el tren pegó un
súbito acelerón que casi dio con el Caudillo más joven de Europa
en el suelo, a la altura de las botas de Hitler, de no ser por la
providencial ayuda prestada, en forma de agarrón, de su jefe de la Casa
Militar, el general Moscardó.
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