No aparezco en ninguna fotografía. Con nadie. Ni agarrados de las
manos, ni recibiendo un beso en la mejilla, ni siendo contemplado con cariño,
con cierto cariño: así, cerquita. Esto, también, se me niega.
No, no aparezco en ninguna fotografía: es difícil el querer
fotografiarse con un devorador de hígados, con un Minotauro impotente de
abandonar su laberinto de humillaciones y que se golpea, una y otra vez, contra
el burladero. Un Frankestein de remiendos como odios, de costurones de rechazos
y curcusidos de afrentas y desprecios. Con dos clavos en las sienes y otros dos
en el cuello por cada uno de los cuatro martillazos pronunciados por vuestras
bocas.
No aparezco en ninguna fotografía: y así me voy volviendo península de
amargura y después archipiélago de miedos, isla de terrores, un islote de
vejaciones y, por fin, pedazo de hielo a la deriva sobre el que apoyaste tu pie
para, simplemente, tomar impulso. Era por tomar impulso, y yo, qué idiota, qué
Frankestein costurado de fracasos, creí que apoyabas el talón para asentarte
cuando lo que buscabas era saltar, tomar impulso y saltar bien alto y lejos y
ganar territorio continental mucho más allá del témpano que soy, a la deriva de
los abandonos.
No aparezco en las fotografías: cada vez más solitario. Pero existe
una solución. Sé que ya es hora de túmulo y fosa, que en su fondo y desde su
fondo podré generar unos instantes de ternura para ser querido por vuestros
corazones, al menos unos instantes… hasta que empiece la lluvia, haya que
correr a resguardarse, o se llegue tarde al siguiente partido de fútbol,
película en el cine o al lugar en donde aguarda –en plaza, bar o casa- ese rostro amado junto al que poder componer caras felices y tomarse
fotografías muy juntitos.
A mí me quedará, entonces, el privilegio de las cenizas y de la
incineración y de saber que el baile, la fiesta, ha terminado y que, ya, no es
momento para tomarse fotografías, para rogar, para suplicar por unas
fotografías.
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