La pasada noche:
Madrid marcó un récord:
fue la más calurosa en los últimos cien años.
Yo:
en mi casa:
ti-ri-ta-ba.
Todo comenzó cuando descubrí, al acostarme,
que una enorme brecha de hielo separaba un lado de mi cama del otro:
del lado:
de ese lado:
del lugar en donde solías acostarte. En el
techo, encima de donde ponías la cabeza, unos largos chupones de hielo que se formaron
con tus jadeos cuando hicimos el amor. Allí quedaron colgados y, cuando quebré
uno con la mano, se liberaron esos grititos guturales y, por un instante,
parecieron derretir el frío de la habitación. Pero unos diminutos jadeos no
pudieron nada contra la enormidad de la congelación y poco a poco me fui
helando:
convertido en estatua de hielo.
¿Y todo esto lo ha producido su corazón?, me
preguntó el bombero que finalmente me rescató derribando muros azulados y
neveros que bloqueaban las puertas y ventanas. El vaho salía de su boca, el
vaho como un humo de combustión dolorida se elevaba desde mi cabeza.
Mucha gente, ahora –dijo mirando por la
ventana hacia la ciudad abrasada en la noche ecuatoriana- lo envidiaría.
Desearían poseer este poderoso aire acondicionado. Ahora, si todo esto lo ha
producido su corazón, creo que debería ir al médico, a mirárselo –me aconsejó
el bombero-.
Y mientras con unas mangueras terminaban de
alejar los últimos chupones de hielo y despejar el piso, mientras el agua sucia
arrastraba esas porciones heladas de mi vida y los cuarenta grados de calor se
iban instalando en mis pulmones, le repuse:
No, no fue mi corazón.
Fuiste tú con tu ausencia siberiana:
Tú: mi máquina de aire acondicionado.
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