De repente, se abrió el túnel como una grieta
en la tierra reseca y cuarteada del alma.
Es el túnel que ya no recorreré de tu mano. El
túnel irá rebosándose de Arial cuerpo 10 y de Times New Roman, y de todos esos
tipos de letras que ni siquiera pueden articular una frase coherente para
expresar lo que significas para mí.
Y de repente: el túnel.
Acarreo una antorcha, de nuevo, ahora por ti.
Otra vez la antorcha, antorcha que tizna el enfoscado de letras ahumadas de
negro pez, combustión que huele como el queroseno recalentado de los
ferrocarriles polacos, esos en cuyo interior pensaba en ti mientras leía los
letreros de las ciudades como Kutno y entonces ya no leía Kutno, leía en ellos
tu nombre y me imaginaba que no puede existir nada más hermoso que eso: que
alguien lea un letrero en mitad de la hostilidad de la noche extranjera en un
helado vagón de los ferrocarriles polacos, un letrero en el que pone Kutno y no
lea ya Kutno, que lea en él, por un momento, tu nombre –en el momento en el que
la luz del compartimento lo ilumina fugaz al pasar por la ciudad desierta de
Kutno-. Ya no pone Kutno: pone tu nombre. Y si alguien me hubiera preguntado
por la ciudad por la que el tren, en su recital de aullidos y chirridos y
humaredas y vapores sobre la tormenta de nieve, acababa de pasar, yo le
respondería que hemos dejado atrás tu nombre, no Kutno.
Y tantas veces como repito y escribo Kutno
son tantas veces que repito y escribo y pronuncio tu nombre.
Pero, lo cierto, es que Kutno se queda atrás,
como sumido en un túnel de brumas, igual que tu nombre, también opacado por el
túnel, por el mismo túnel trasero, enladrillado de palabras en Arial o Times,
palabras que no significan nada porque las palabras no pueden significar mucho
cuando me refiero a tu nombre y la prueba de que no significan mucho (o de que
significan tanto, tantísimo) es que puedo llorar recordando ese letrero de Kutno
como si en el letrero pusiera tu nombre
o puedo sentir ahora tu nombre tan alejado como se encuentra ese letrero de Kutno
de mi vida y llorar también por ese letrero zarandeado en medio de la ventisca
y la nevada y por ese nombre, tu nombre, helado en mitad de mi pecho,
oscurecido en mitad del pecho.
Y el letrero de Kutno se eleva en lo alto de
un poste hacia la noche gélida de Kutno y tu nombre arde arriba en la antorcha
y con él se va pintando de negro la bóveda de mis recuerdos hasta oscurecerse
de tristeza porque sé que, como me sucede con Kutno a donde nunca regresaré
jamás, es muy posible que nunca retorne, ya, a tu nombre.
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