te invité a mi vida y la metiste en la thermomix hasta que conseguiste una lechecilla blanquecina y repulsiva con la que te embadurnaste cuello, manos y vientre
te invité a mis momentos de gloria de los que te reíste a gruesos salivazos hasta convertirlos en un denso asfalto que extendiste por tus piernas y muslos
te invité a mi existencia dolida y te la comiste hasta dejar un suero con el que te lavaste los pies
te invité a mi corazón, lo dejaste en la raspa y sin sangre, sin ningún fluido con el que poder adornarte el pecho, el cabello, los párpados, ni natas con las que blanquear el soplete de tus labios
te invité a mí y dejaste una Troya de humos lacrimosa, un hombre cuarteado: la piel como la de esos tambores renegridos en su centro y que con las horas se van tiñendo con la sangre que gotea de las manos tan exhaustas, de una sangre en la que chapoteas, de una sangre que pudo ser un vino catedralicio e inciensado y que no pasa, ahora, de sangría de mesón barato en cuyo interior flotan, de mala gana en jarra desportillada, cuatro pelarzas de una vida demasiado amarga
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