Hace tiempo, un tiempo, asistí a una conferencia que dictó el escritor, por entonces recién premiado con el Nobel, Orphan Pamuk: en ella peroró sobre la naturaleza de Estambul, a la que definió, por las capas de culturas que se apelotonaban en ella, unas sobre otras, encebollándola, como una Cuidad Palimpsesto. Entonces, recordé que yo, que de palimpsestos nunca supe mucho, había perpetrado por accidente una dedicatoria literaria que podía definir, al estilo de Pamuk, de Estambul, como Dedicatoria Palimpsesto:
Tengo bastante experiencia en comprar mis propias novelas, una especie de masturbación literaria que deja la boca como con sarro y un sabor metálico, como de sangre, en la garganta. Mis tres primeras novelas son ilocalizables y a menudo, para un regalo o simplemente un compromiso, me veo en la obligación de peinar el mercado de segunda mano para recomprarlas. Hay algo de voyeur, de pervertido, de tío raro, en eso de acudir emboscado a una librería y pedir por tu propio nombre y apellidos tu novela, como aplicando al pie de la letra el distanciamiento brechtiano de la obra literaria. Y para qué engañarse, también existe un componente descorazonador al contemplar como el librero se levanta, manosea el ejemplar polvoriento y te cobra tres de euros con desgana. Es demoledor abrir la primera página y descubrir que Paquito, tu amigo, al que le regalaste y le dedicaste amorosamente un ejemplar de tu primer libro, lo ha vendido, sin abrirlo, por poco más de una miseria. Afortunadamente, mi dedicatoria a Paquito, dada mi inexperiencia de entonces, estaba escrita a lápiz. Bendita inexperiencia, así que pude borrarla y estampar una Dedicatoria Palimpsesto, para otra persona que a saber en qué disparates (masturbatorios, voyeuristas, sado o masoquistas, o en el mayor catacrok de todos: en leerse la novela) emplearía el volumen.
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