El periodista, disgustado con las repuestas de El Fracasado, presa de un ataque de nervios, decidió pedirse una tila. Durante unos segundos mantuvieron bajo las claraboyas oscurecidas de aquel café una duelo de miradas: la visión de ameba sustentaba la vista de raya, la percepción de mano blandurria soportaba las inquisitoriales pupilas del desastre, ojos aburridos contra ojos hastiados, ojeras por el trabajo en el periódico, malos desayunos y principio de úlcera y ojeras cardenalicias del desamparo.
El periodistilla extrajo de un bolsillito de su chaquetita un frasquito con piedrecitas de sacarina. Se administró dos en la tacita y se las ofreció a El Fracasado, que parecía saborear durante horas su vaso de vinagre.
Con un gesto recio, El Fracasado rechazó las pastillitas de sacarina y avisó:
-Yo me endulzo con esto –y del bolsillazo, con esfuerzo homérico, traspasó a la mesa un frascazo rebosante de un liquidazo vidrioso. Tras una pausa para recuperarse del esfuerzo se administró, con médico cuidado, dos goterones. Durante la maniobra, el periodista pudo leer una etiquetón que, con mano de rebotica, aseguraba:
Vitriolo.
El periodistilla extrajo de un bolsillito de su chaquetita un frasquito con piedrecitas de sacarina. Se administró dos en la tacita y se las ofreció a El Fracasado, que parecía saborear durante horas su vaso de vinagre.
Con un gesto recio, El Fracasado rechazó las pastillitas de sacarina y avisó:
-Yo me endulzo con esto –y del bolsillazo, con esfuerzo homérico, traspasó a la mesa un frascazo rebosante de un liquidazo vidrioso. Tras una pausa para recuperarse del esfuerzo se administró, con médico cuidado, dos goterones. Durante la maniobra, el periodista pudo leer una etiquetón que, con mano de rebotica, aseguraba:
Vitriolo.
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