Fueron cinco, sí, cinco, hasta el momento por cinco: lloré.
La primera fue S: amor platónico y amor de aula y de adolescencia,
pero ella prefería ocultarse para besarse con mi mejor amigo en los
portales, después de las clases, mientras yo escuchaba el You Can´t
Hurry Love de las Supremes en la versión de Phill Collins. Ni para la
canción original valían mis sentimientos tan prematuramente alborados…
La segunda A: sí, A: lloré por ella durante muchos años… tantos años,
y conservo aún una carta con su letra, una carta de tinta corrida por
goterones de las, entonces, sus lágrimas, sí: sus lágrimas también: ella
lloraba porque era incapaz de quererme, ni tan siquiera un poquito: de
quererme: a años luz de mi amor por ella. Hacía el esfuerzo por sentir
algo y, además, de ese esfuerzo, como unas ronchas amargas, le brotaron
lágrimas, como las mías, o eso me dijo: eso me dejó escrito para siempre
en mi dolor. Y mis lágrimas: al compás de Thick as Thieves, la canción
de los Jam que entonces me arrebató y, años después, al coincidir ambos
en un concierto, me fue devuelta: y fui consciente del monigote al que
había rendido fidelidad, absurda fidelidad, durante tantos años de
corazón atrancado.
La tercera: otra S. Una S de desayunos, fundamentalmente de eso: de
desayunos: y por la que escribí el Manifiesto de la Tristeza Azul. Una S
que ignoró mi amor silencioso y decidió, mandándome a dormir al cuarto
de los invitados, tomar las riendas de su propia vida y naufragarla en
la destrucción, mientras sonaban The Style Council y su canción The
Whole Point of No Return… Así fue como una S se juntó a la primera S: ya
son dos eses: SS, anagrama del dolor, siglas de botas militares, porras
e interrogatorios de un amor estrellado y arrojado por la trampilla con
ganchos de carnicero.
La cuarta fue una N: N, sí, esa N que decidió absurdamente acostarse
con el primero que se le puso delante, así, por capricho, y provocó un
hervidero de mi volcán de dolor y de asco aquella mañana en que
contemplé mi reflejo en el espejo del baño y descubrí que sería,
entonces y desde entonces, un Minotauro sin Creta, un Eugene Tooms sin
Baltimore.
Y la quinta, T: siempre T. Consideraba a su cuerpo como un premio que
era necesario merecérselo y a cuya piel yo me aproximaba con enormes
dificultades y fue un premio que disfrutaron, ese maldito verano de
Casillero del Diablo y Satie, tantos y tantos que no se merecían aquel
cuerpo y a los que, evidentemente, les adornaban unas virtudes
descubiertas acaso en décimas de segundo, unas virtudes de las que yo
carecía por completo, a pesar de que hubiera agonizado por T. Pero eso
no era mérito suficiente.
Por todas: por todas ellas lloré: pero lo que ignoran es lo poderosos
que podríamos haber sido juntos: que desencadené una energía con mi
amor que podría haberme convertido en central hidroeléctrica y
embadurnar el cielo de vapor de agua y en dos palabras se resume ese
derroche de fortalezas y empeños despreciados: es injusto.
Ahora, suena la canción Too Many Teardrops de los Stranglers y concluyo que, en efecto, han sido demasiadas lágrimas.
Demasiadas.
***
CODA:
-Todo eso que ha dicho usted me parece muy bien… ¿Pero qué hay de Ella? ¿Por Ella no ha llorado nunca?
-Ummm –y mientras pensaba la respuesta, realmente, ya estaba llorando
por Ella. Volví la cabeza con disimulo para que el tipo aquel no apreciara
mis lágrimas y lo fumigué con mi respuesta-: Por Ella ni he llorado, ni
lloro, ni pienso llorar jamás…
Él se rió. Sus risotadas eran como puñadas en el centro, justo en el centro de los ahogos de mi pecho.
-Vamos… ¡bien pronto llorará!
Miré por la ventana, desvié la mirada hacia un escaparate, a la
esquina, a una alcantarilla, a la acera, a la fachada de un edificio, a
una ventana, no sabía en donde refugiar el fuego líquido que se deshacía
en mi cara. ¡Joder, ya estaba llorando!
Por Ella. También.
Sí, también. Por Ella, también.
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