Subsuelo, subsuelo, subsuelo,
Subsuelo. Subsuelo. Subsuelo. La propia palabra lo indica: lo que está bajo el
suelo. Tuberías, conexiones, líneas de alta tensión, cableados, y ratas, muchas
ratas. Esas tuberías, esas líneas, esos cables, son una red de nervios, una red
nerviosa de músculos y tendones también, una red de tejidos entretejidos, una
malla neurótica y sensorial que sustenta el peso de la ciudad. Son huesos,
además son huesos, corroídos por el cáncer de las mordeduras de los roedores,
son esqueletos arruinados por la vejez y por el polvo, son conducciones que se
deslizan por las galerías, las galerías de subsuelo, esas que vigilo, las que
me duermo, esas que sueño, esas que me chupan la vigilia y mi sustancia, esas
que me mastican, noche tras noche, asesinado en un turno de diez y seis horas,
aherrojado a los fines de semana y futuros: mientras contemplo a la ciudad
oculta, la ciudad de por abajo, la ciudad infraciudad, la subciudad, la cloaca
inmensa en mis pupilas de vigía, de vigilante del estercolero. Las galerías son
venas por donde cabalga la circulación infecciosa urbana. La galería del Paseo
de la Castellana es una inmensa yugular lúgubre y por encima de ella se mueven
los automóviles bypaseados por los alternadores de los semáforos. La galería
del Paseo del Prado es una safena porosa, picada de heriditas, y Arturo Soria
es una vena cava tumefacta y varicosa, esclerotizada de detritus y cagaditas de
ratas, trombos de mierda. Arráncame las venas, arráncame las venas, arráncame
las venas. Arráncame las venas, amor mío, le pido a Bea cada vez que tenemos
sexo, pero ella apenas es capaz de darme un par de cachetes aterrorizados, y ni
siquiera podría sorberme la venas chupándolas, jamás. Arráncame las venas, Bea.
Arráncamelas. Muchas veces salgo del trabajo, a las siete de la mañana, rendido
y demolido, y aún llego a la barra del bar en donde aguarda Bea, tras pasar por
tres o cuatro clientes, tal vez cinco si la noche de negocio transitó bien,
ella follando mientras por mis cámaras se paseaban las ratas, con su trotecillo
alegre y rápido sobre las tuberías de conglomerado. Al principio, Bea no
estaba, pero poco a poco se ha ido acostumbrando a que llegue a eso de las
siete pasadas, y me espera. Sabe que todos los lunes, por encima de su
cansancio, y por encima del mío, yo estaré allí, yo acudo ahí, voy a buscarla,
aunque tenga que agachar la cabeza para burlar el cierre y la verja de la
puerta a medio echar, y aparezco en el bar, en el Amsterdam, y puedo ver, al
fondo, junto a una esquina de la barra, esas piernas que iluminan como una
chispa previa al cortocircuito de un grupo electrógeno allá en Ronda de Atocha,
cuando el incendio eléctrico crece y aumenta en las entrañas de la ciudad, y
sus piernas desatan el chasquido eléctrico en las entrañas de mi deseo y voy
hacia ella, agotado y con ojeras, pero mal disimulo una erección. Bea, de
pechos planetarios, como dijo un poeta, descruza las piernas, me permite
atisbar su tanga y dulcemente le pide un whisky con hielo al aturdido camarero
que, aunque ya fuera de hora, y nos conoce por la fuerza de la costumbre, me
sirve la copa. Mientras atravieso el bar hasta alcanzar la altura de Bea me
imagino ser un personaje de Bernhard, de esos que nunca terminan de atravesar
el bar, o de acudir a un entierro, o de entrar en una fonda y que, mientras
realizan esos pasitos que los separan de pasar la frontera de la puerta, pueden
desarrollar toda la novela en sus cabezas. Mientras atravieso el bar hasta
alcanzar la altura de Bea desearía haber protagonizado El Malogrado, o Tala, o
Amras, mejor haberlos escrito, desde luego. Mientras atravieso el bar hasta
alcanzar la altura de Bea dejo atrás una estela de ratas y de subsuelo, de
alcantarillado y telarañas, de insectos y aguas fecales. Estoy enterrado en el
subsuelo como en la arena de una playa, hasta la cabeza, y cada vez me resulta
más difícil respirar y a veces sueño con algo así: enterrado, con la cabeza
fuera, y un tipo me introduce la polla en la boca con violencia y debo tragarla
hasta el fondo, y otras veces es Bea la que se acuclilla sobre mí y extiende su
sexo enorme y oceánico, ese coño enorme y mucoso, para que sus pliegues me
asfixien como si una manta-raya se me extendiera por la cara, y descubro,
muchas mañanas cuando el sol de las diez perfora los listones de la persiana
que eso no era un sueño y la boca me chorrea de Bea, entre ahogos y sorpresas.
Arrastro conmigo ese subsuelo, su pestazo y su ruina, a veces soy una rata
dentuda y hambrienta que no puede dejar de roer, pero otras veces soy una
carretilla de ruedas oxidadas o un saco de cemento abierto como un vientre en
la oscuridad de una bajada de materiales. Hágase la luz cuando una cuadrilla
accede al subsuelo para trabajar, hágase la luz con el terciopelo de tu tanga,
Bea, que me clavas en el pecho cuando te subes encima para que podamos hacerlo
de nuevo y los rayitos de ese sol de mediodía se proyecten en ti y me parezca,
antes de correrme, que hasta tienes alas, las alas de un ángel succionador.
(acuarela de Steve Hanks)
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