Federico Chof limpiaba las piscinas y, en su tiempo libre,
analizaba versos de Neruda, Lorca y Alberti, desde el punto de vista del
colorido vocálico. ¡Qué bonitas oes, abiertas como valles al fondo de las
montañas! ¡Qué tenebrosas esas ues, que aullan el pavor del verso como camadas
de lobeznos abandonados a su suerte! ¡Qué bonitas todas ellas! Muchas veces,
encontraba inspiración mientras pasaba el aspirador de fondos o descubría un
nuevo matiz en un verso de Lorca cuando vertía las tabletas de cloro que se
desmenuzaban con su polvillo azulado.
Se levantaba todos los fines de
semana a las siete, para limpiar las piscinas de las urbanizaciones y, durante
el verano, entre junio y septiembre, los madrugones eran diarios. Federico
limpiaba fondos como una anguila, y su cabeza extraía, mientras tanto, las
isotopías de los poemas de Alberti, computaba las repeticiones vocálicas y
erigía sus teorías. En su casa, un pisillo de 45 metros, sobre la mesa de la
cocina que era la mesa de su escritorio, la mesa de comedor y la cama, reposaba
un cartapacio aburrido y abultado con páginas y páginas en donde aparecían en
abigarradas letrujas sus conclusiones colorido-vocálicas.
Una mañana de madrugón,
pésimamente desayunado, y cuando devorado por el insomnio y por un nuevo
estudio vocálico y celeste del Canto general de Neruda había permanecido la noche
anterior hasta las tantas, esa mañana, Federico Chof se aproximó demasiado al
borde de la pileta y al tubo enredado del aspirador. Sin saber cómo, el cielo
se le convirtió en el fondo de la piscina y en el fondo de la piscina se le
apareció el agua de las nubes, y todo se decoloró mientras una muchacha
limpiaba de mala gana los cristales de un apartamento, un publicista se
preparaba para jugar al pádel en la pista de la comunidad y Chof tragaba cloro
con todo su mundo de vocales que se iba anegando de blanco y negro.
Cuando el juez levantó el cadáver
no pudo evitar, a pesar de su hernia de hiato, a pesar de su reflujo gástrico
que no lo animaba a las bromas ni a la paradoja, a pesar de que su hija era
novia de un punk que se fijaba la cresta con la cerveza de los botellones, pues
ese juez, ese mismo, se sobrepuso a su seriedad dispéptica y sentenció
amargado: Chof, en su apellido llevaba escrito su destino.
Lo que fue muy celebrado por el
coro de pelotas y agentes judiciales que aspiraban a un puesto mejor y le
pasaban al juez la mano por el lomo para que su cara se colocara en cuarto
creciente como si fuera el gato de Chesire.
Las risotadas sobrevolaron la maraña de adosados y
grandes residenciales que se había quedado descolorida.
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