Entró El Fracasado en el café en donde hacía tiempo que se servía exclusivamente descafeinado: arrastraba los pies, de la incipiente joroba rezumaban situaciones de novela por reventar, dejaba un reguerillo de personajes bien caracterizados que se iban desprendiendo de las suelas de sus zapatos y que un encargado de bigotes, entorchados y aires austrohúngaros, barría con eficacia, recogía en una paleta y arrojaba a las papeleras con un montón de ideas aburridas que, desparramadas por el suelo como el pelo de una barbería, se extendían desde la mesa en donde peroraban Literaror y la protuberante Escritora Tropical. Hoy, con ellos, entre los ojos de palometa y los pechos sedientos de letras, se encontraba El Posmoderno: con sus patillas posmodernas, sus chancletas posmodernas, sus gafas de pasta y culos de vaso posmodernas, sus ideas sobre el arte posmodernas y toda esa cantidad de dinero en el banco que le permitía ser eso, posmoderno, y no un fracasado… bueno eso y, además, los enchufes, el colegueo y el compadreo, eso también le permitía ser posmoderno. Y por ese orificio que en vez de boca era panal de disparates brotaban insensateces con marchamo de clase posmoderna, aceptadas con visajes y bizqueos de enorme satisfacción por parte de Literator y su rostro de pescadilla y con bamboleos pectorales de la Escritora Tropical (y sí: esa noche se acostaría con El Posmoderno, arrebatada por el verbo insensato y en gran parte por el olor a sudor posmoderno, por eso también).
El Fracasado, que los vio, eligió sentarse en una mesa bien alejada. Se acomodó, depositó las notas de rechazo editorial recibidas ese día y comenzó a ordenarlas, esta vez por tamaños. En ello estaba cuando el camarero, que ya se conocía los gustos de tan insigne cliente, le acercó su vasito de vinagre cotidiano. El Fracasado miró al fondo, al grupo que integraban Literator, la Escritora Tropical y el Posmoderno, y al oficial que no cejaba en barrer las ideas gastadas que arrojaban al suelo… Decidió, entonces, un súbito cambio de gustos:
-No –le dijo secamente al camarero.
-¿No? –y el camarero compuso un cierto gesto doloroso al ver rechazado su vasito de vinagre.
-No… -y tras pensar un instante, El Fracasado elevó un dedo, señaló la estantería y dijo-: Quiero un traguito de eso.
El camarero, solícito, se acercó hasta la botella.
En ella ponía: lejía.
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