En Praga: Consulta del doctor Mühlstein, 13 de agosto de 1917.
Asumía el mal, pero eso no indicaba que no se dispusiera a combatirlo. Entablaría una batalla contra la enfermedad:
-Es la contienda más grande, la más terrible que se me podría imponer y, si caigo derrotado, será un suceso napoleónico en mi historia mundial privada.
-Vamos, no sea alarmista, se trata de un posible catarro bronquial, nada más que eso, su batalla será, al final, exitosa, un Austerlitz, un Jena, un Borodino… ¡Si es que su organismo toma el lado de Napoleón! –intentó tranquilizarlo el doctor Mühlstein, sabedor de que quizás su diagnostico no resultara del todo exacto.
-¿Con tal profusión de sangre? No, no lo creo, mi guerra interna es mi propio Waterloo. No durará mucho tiempo la batalla, la sangre que mana de mis pulmones es una estocada mortal, un tajo asestado por mi otro yo, ese que, durante años, intenta aniquilarme. Al final lo ha conseguido –el doctor meneó la cabeza disgustado por la hipocondría de su paciente y le recetó unas medicinas para el resfriado-. Es tisis, seguro –insistió Kafka-. Soy un maldito tísico.
-Aún en el caso de que así fuera unas inyecciones de tuberculina solucionarían una gran parte del problema.
-No doctor, usted no acierta a alcanzar la verdadera magnitud del mal. Se trata de un problema mental, una enfermedad psicológica, quiero decir, provocada por el organismo en respuesta a tantas tribulaciones, amargura y sufrimientos.
-Que ciertas enfermedades proliferen con mayor facilidad en temperamentos de tipo melancólico, nervioso o colérico, todavía está por demostrarse, o yo al menos no lo creo así pese a los recientes estudios al respecto, estudios sin contrastar –le repuso el doctor parapetado en su enciclopédico saber.
-Es una defensa de mi organismo, una forma de protestar y de protegerse también, está cansado, harto de soportar tantas penurias. ¡Mi temperamento es el culpable del mal! Hay una especie de justicia en todo esto, es un golpe exactamente justo que, en absoluto, siento como un golpe. Es algo extraordinariamente dulce en comparación con los sufrimientos padecidos a lo largo de los últimos años.
-¿Pero qué tipo de barbaridades dice usted? ¿Desde cuándo una enfermedad es dulce? ¿Dónde se ha visto que un paciente se alegre de enfermar? Con esa actitud no logrará curarse nunca. ¡La voluntad de querer sanar es tan necesaria como el tratamiento! –el doctor ignoraba que se encontraba ante un caso sorprendente: un escritor capaz de rogarle a su editor que no publicara sus libros muy bien podría ser ese tipo de hombre que celebrara enfermar por mero odio a su propio yo.
-Agradezco sus consejos, doctor, pero insisto en que se trata de un acto de mera justicia, sin duda –el médico meneó la cabeza desesperado, el hombre no tenía remedio, ¡era tan cabezota!
-Si con las medicinas no mejora, complemente el tratamiento con una buena dieta, coma usted más y mejor, abuse del aire libre, desde luego… y cada noche colóquese unas compresas sobre los hombros.
Al final del túnel de las ojeras de Kafka alumbraban unos ojos resignados. Con un hilillo de voz, que poco a poco ganó en seguridad para afirmarse del todo, confesó:
-Estoy preparado para afrontarlo, créame. El que yo pueda desarrollar de forma súbita y fulminante una enfermedad no me asombra. En absoluto. Sabía propensa a estallar, tarde o temprano, mi sangre, mi maltrecha sangre. Lo que me inquieta y me sorprende es que me derribe la tuberculosis, de la noche a la mañana, sin un antecedente familiar. Sí, no me restan dudas, la he generado yo mismo con mi desespero, la he gestado, alimentado, prodigándole cuidados, excelentes años de insistentes cuidados. Pero no, aún no me creo que sea tuberculosis realmente, se trata, sencillamente, de una señal de mi quiebra general y, para eso, doctor, no creo que exista un tratamiento posible.
El médico necesitaba gritar de forma imperiosa a su paciente: ¡Fuera de aquí desgraciado! ¡Ave de mal agüero! ¿Quién diablos se ha creído usted con ese comportamiento tan cenizo? Sin embargo, demostró lo granítico de su juramento hipocrático; sujetó una de las manos del enfermo y con la otra dio un golpecito en el hombro de Kafka, para asegurar:
-Seguro, seguro que no es tuberculosis. Ya lo verá, no será nada…