En Múnich: Galería Hans Goltz, 10 de noviembre de 1916.
- …era demasiado tarde, el vomito chorreaba ya por la máquina –Kafka realizó una parada brusca en su lectura, provocada por un súbito suspiro, más bien por una especie de gritito mezclado con un quejido que alarmó a la concurrencia que seguía atenta su interpretación pública del relato En la Colonia Penitenciaria.
-¡Rápido, un médico! –pidió a grandes voces el marido de la dama que acababa de desmayarse.
Kafka siempre fue reticente a este tipo de actos, pero, por una vez, se vio obligado a complacer a Brod, un poco para deshacer el malestar que creció entre ellos tras el incidente con Musil, su rechazo de la oferta para colaborar en la revista, por otro lado excelente, que ya se publicaba en Viena. Brod, que apenas pudo creer que su amigo, ahora sí, se doblegara mansamente a su ofrecimiento de aparecer en público, bien pronto le organizó una lectura en la galería de arte moderno Hans Goltz de Múnich. Será espléndido, varios escritores de prestigio, no lo dudes, acudirán a la cita.
En efecto, así era: Eugene Mondt, Max Pulver y Rainer Maria Rilke se encontraban entre el público. Para desgracia de Kafka también acudieron unas mojigatas, escandalizadas ante el calado del texto que, en principio, sorprendió a la audiencia y que, a medida que avanzaba en su lectura, repugnaba y admiraba a partes iguales… hasta que se desvaneció la mujer. Fue lo peor que podía sucederle, con todos esos escritores tan imponentes entre los asistentes. ¡Seguro que se mofarían de él! Ahora se convencía de su error al aceptar fantochadas de ese estilo. Se propuso que, nunca más, volvería a tomar en cuenta a Max Brod para esos asuntos.
Entre los perplejos asistentes se encontraba un médico que ya sujetaba la muñeca de la mujer, pálida en su desvanecimiento, y solicitaba un pomo de sales de las presentes.
La dama afectada abandonó la sala en compañía de su malhumorado marido, hechizado y repleto de curiosidad ante lo monstruoso del relato: se le privaba la posibilidad de averiguar su misterioso desenlace.
Franz prosiguió con la lectura. Alcanzó el punto en donde, con detenimiento, exponía el funcionamiento de la rastra que claveteaba sus agujas en el cuerpo de la víctima.
-… el cuerpo no se desprendía de las largas agujas, seguía desangrándose… -sendos alaridos volvieron a truncar su recital: otras dos mujeres se desplomaron truculentas, pálidas, con los labios morados por falta de riego. También, de nuevo, el médico y las sales disfrutaron de su protagonismo.
Franz se azoró muchísimo. Ignoraba que su pluma, su redacción, su literatura, fuera capaz de generar reacciones tan extremas. Escrutó a los escritores en quienes, no tan inconscientemente como podría imaginar, buscaba un poco de reconocimiento. De entre ellos, Rilke abría los ojos desmesurados y contemplaba al autor embobado. Diríase que sucumbía por completo a la magia del relato. No así las damas que, escandalizadas, pugnaban por arrastrar a sus maridos al exterior de la sala.
Pudo rehacerse ante la nueva interrupción y, presa de un gran nerviosismo, fue capaz de terminar el relato. Al pronunciar la última frase se golpeó con un silencio expectante. Ni él mismo sabía que debería aguardar, si aplausos y vítores o un pateo despreciativo, pero lo que nunca pudo imaginar era el silencio, tan insoportable, un mutismo alimentado por la admiración y por el estupor de los presentes. Ante eso, se vio en la obligación de pronunciar una breve justificación por la dureza de lo leído:
-Creo necesario aclararles a todos ustedes una puntualización al respecto del relato: se que les ha resultado penoso. En efecto lo es, es un relato penoso, desde luego; pero nuestro tiempo en general y el mío en particular también es muy penoso…, especialmente el mío es incluso más penoso que el general.
No atendían: la audiencia dejó de ser una masa informe, anestesiada por la lectura, para salir, individual y sumida en un silencio reverencial, de la sala de arte; se vertieron al exterior de Múnich en busca de otro entretenimiento que les permitiera recobrar la calma y poder así disfrutar del placer de la tarde.
Una tarde que ese cenizo venido de Praga, por muy buena que fuera la promesa de la diversión posterior, ya les estropeó por completo.
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