En Praga: Domicilio de Max Brod, 16 de noviembre de 1916.
Ya se lo advirtió Brod: al menos, cuatro críticos se encontrarían entre el público. Cuatro críticos que representaban a cuatro periódicos distintos y que publicaron cuatro reseñas, cuatro temidas y pavorosas reseñas que se encarnaron en Kafka como astillas bajo la uña de sus dedos. La primera, en el Münchener Neusten Nachrichten del once de noviembre; la segunda, en el Münchener Zeitung del día doce; la tercera, en el Münchener-Augsburger Zeitung del trece y, la peor de todas, la desabrida crónica del Praguer Tagblatt del mismo dieciséis, redactada de oídas, elaborada con toda la intención de dañar, firmada por un anónimo Levy-Athan que en ningún caso asistió a la lectura y tras cuyo estúpido sinónimo de resonancias hebraicas infernales se ocultaba, en eso Max y Franz estaban de acuerdo, el mismísimo Gustav Meyrink, presto a saltar a la yugular de sus enemigos literarios al primer síntoma de debilidad que presentaran:
-Podríamos decir que el señor Kafka vertió su basura en Múnich sin ningún tipo de reparo y, desde aquí, propongo a las autoridades muniquesas (por ende a las de Praga) que en próximas ocasiones cobren tasas por transporte y vertidos de desperdicios al buen doctor…-leyó Kafka en alto mientras su voz se tornaba un hilillo contrito a medida que avanzaba por la despiadada crítica.
Sobre la mesa camilla del salón, en la vivienda de Brod, reposaban los ejemplares de la prensa. En general, el tono de las críticas era de tibieza. Sin llegar a proclamar nada bueno, insinuaban ciertos detalles negativos. Por ello, Max intentó quitarle plomo al asunto, pero Kafka se mostró decepcionado. No entendían nada, igual ni prestaron atención a su lectura. O a lo peor, ni se presentaron allí, tal era el caso de ese desgraciado de Levy-Athan. ¿Cómo se podía opinar, jugar con el trabajo y las esperanzas, con el esfuerzo de un autor, al criticar un acto al que ni siquiera se acudió? ¿Era posible que la actividad literaria fomentara tantos odios, tanta incomprensión, tamaña intolerancia? ¿Podían ser todos tan burros?
-Ya ves a lo que nos conduce dar luz a la propia obra, a un montón de insultos –aseveró Kafka amargado.
-No –meneó Max Brod la cabeza-, eso no es cierto. Escribir es presentar la obra en público, someterla a su juicio. Sin esos pasos, si sólo te acurrucas en el primer estadio, el de escribir sumido en las sombras y en el misterio, en lo más profundo de la privacidad, nunca serás un verdadero escritor. Uno empieza a sentirse escritor al afrontar las primeras críticas. Es más, me atrevo a decir que nadie puede considerarse de verdad escritor sin encajar sus primeras malas críticas.
-Todo eso es muy bonito, sencillo de asegurar, pero lo cierto es que tú apenas recibes un comentario desfavorable. ¡A ti el público te adora y los críticos te respetan!
-No creas que yo… -Max no pudo acabar su afirmación de que también el coleccionaba un puñado de maldades alumbradas por el sempiterno grupito de resentidos. Kafka le atajó con un:
-¡Escribir es rezar! Escribo: rezo. ¡La gente, el público, no debe conocer cuan devoto soy! Y, ni mucho menos, calificar mis oraciones de buenas o malas. ¡Son ingerencias intolerables! ¡No pienso dar nada más al público! ¡Nunca!
Max, cargado de paciencia y en un ejercicio de calma, argumentó de nuevo que las críticas a la lectura pública de Múnich no eran abiertamente malas, a excepción de ese Levy-Athan, pero fue incapaz de serenar a su amigo, que perdió los nervios al término de la lectura de la columna del Praguer Tagblatt.
Tras un buen puñado de insultos mordaces sobre su obra, Kafka se agotó de palabras y arrojó a un lado el ejemplar, de mala gana. Los amigos se miraron a los ojos y Franz añadió, desposeído de todo entusiasmo:
-Incluso se desmayaron tres mujeres…, mi lectura les resultó insoportable: no hay remedio, soy un Criminal de la Literatura.
Max Brod compuso una expresión entre reprobatoria y resignada con la que dio la sensación de encontrarse de acuerdo, al menos en parte, con la terrible afirmación.
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