En Praga: Caja de Reclutas, febrero de 1918.
-Ya puede usted estar bien seguro de que no lo matarán ni las balas inglesas ni las francesas. No, usted no morirá de eso. ¡Vístase!
No, no me moriré de eso, reflexionó Kafka, a la par que se subía los pantalones frente al mismo espejo que guardaba en la memoria de su azogue el reflejo de otra imagen de Kafka, un año atrás. Hoy, su estado aún resultaba más lamentable. El doctor, un momento antes, auscultó su pecho y meneó la cabeza con un movimiento negativo, de una gran desesperanza ante lo inevitable, ante lo que borbollaba en sus pulmones, dentro de él, el mal que avisaba al médico, le decía: aquí dentro se cuece la muerte. Sí, durante los últimos días su pecho parecía manifestar eso a quién quisiera oírlo.
-No, no moriré de un disparo, ni de un obús en el Frente -masculló mientras tomaba su sombrero y salía de la consulta. La nevada le recibió en la calle y una punzada atravesó sus costillas-: Tal vez eso sería lo más conveniente o, al menos, lo mejor –añadió en voz baja.
Kafka sabía que, en los mismos instantes de su incapacidad declarada, acorazados de la Entente, de la Alianza, o de un grupo de naciones, cuales fueran, eso no importaba ya, hostigan una indefensa playita en cualquier indefenso lugar; de igual manera, la maldita enfermedad rendiría por bloqueo su desabrigado organismo y, con ello, firmaría el armisticio de su Gran Guerra.
Un tranvía funerario, repleto con tres ataúdes de tres hermanos que recibieron tres balazos en sus tres corazones, avanzó delante de Kafka, dobló la esquina y tomó dirección al cementerio, donde aguardaban tres túmulos a cielo abierto que, poco a poco, vacíos de esperanza, se colmarían de nieve.
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