En Praga: Caja de Reclutas, enero de 1917.
-Le daremos un año de momento. Al comienzo del dieciocho se presenta de nuevo y tomaremos una decisión concreta y definitiva. Aquí tiene –el doctor le extendió a Kafka un papel en el que se leía:
Exento temporalmente del Ejército por debilidad general.
Ese era el diagnóstico: debilidad general, palabras que masticaba, de las que extraía todo un jugo amargo. Se veía reflejado en el espejo, sentado en la camilla, en calzoncillos, tan delgado y quebradizo… rechazado para la defensa del Imperio.
-Será usted más útil aquí, en su puesto, en el desempeño de su trabajo administrativo. Hará más por el esfuerzo de guerra que si lo envío a morirse en las trincheras –el médico temía que, si calificaba de apto a Kafka, ni siquiera le daría tiempo a perecer en combate, tal era el estado del alfeñique examinado: la gripe, la congelación, el tifus, una pulmonía o el agotamiento propio del eterno viaje en tren al Frente, cualquiera de esas circunstancias, acabarían antes con él que un proyectil.
Kafka procuró respirar muy hondo, hinchó varonilmente el pecho, pero no le fue posible camuflarse. Hundido, enflaquecido, su aspecto, ahora que se contemplaba de semejante guisa, era deprimente.
-¿A qué espera? ¡Deprisa hombre! ¡Tenemos una guerra que ganar! –el doctor aún debía valorar a un montón de jóvenes que aguardaban veredicto: vivir unos días más para morir en el Frente o, acababa de sucederle a él, así lo pensaba mientras se subía los tirantes, morir en vida durante unos años más, en la Aseguradora, abrazado a sus quehaceres diarios, ahogado en ese Moldava particular suyo que era la desesperanza del tráfago monótono.
Al salir de la consulta se topó con una larga fila de muchachos. Miraban con una expresión sin brillo en los ojos, tan mate que le dio la sensación de encontrarse ante un desfile de muertos en vida.
Igual que él, exactamente como él.
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