Me llamo Lope de López y soy despensero real. Es una tradición que viene de muy antiguo en mi familia: mi padre fue despensero, y el padre de mi padre, y su abuelo, y el bisabuelo… Pero los tiempos han cambiado: y con ellos el oficio: ya no abastezco de víveres, ni selecciono los embuchados, los quesos, los mejores tasajos, para la alacena real. Ahora, solamente me encargo de proveer al Rey de su bocado más exquisito. No es un bocado cualquiera, y debo cazarlo yo en persona cada noche y enviárselo, antes de las seis de la mañana, para que esté listo y cocinado en la mesa de su desayuno. Para desayunar: una enorme, jugosa, alquitranada, rata de alcantarilla.
La capital del Reyno está hueca por debajo: el subsuelo agujereado por el cáncer de un gran gusano tecnológico que ha entretejido una enorme red de galerías por las que circulan tuberías de agua, conducciones de cable, redes telefónicas, fibras de Internet… todo ello para evitar el tener que levantar el adoquinado cada vez que se produce una avería: un gran avance, sin duda. Un gran avance que ha hilvanado un entramado subterráneo, un nido de ratas y un mundo mefítico y solitario donde se congelan las telas de araña y agonizan los ruidos urbanos.
Para acceder a esa red de subsuelo necesito una autorización de un Centro de Control: ya soy amigo, con el paso de los años, del guardia del turno de noche que contesta a mi llamada cuando aviso de que voy a entrar en las galerías: qué tal, Pedro, y los niños, dónde te fuiste de vacaciones, cómo va todo, trabajando, hay sueño… etcétera.
No penetro en la red a la caza de mis ratas siempre por el mismo lugar. Aunque el Rey prefiere las capturadas entre el Arco del Triunfo y el Hospital General (se supone que al haberse alimentado de despojos clínicos, pedazos de carne amputada y purulenta, gasas y vendas ensangrentadas es como si las ratas se maceraran en ello y regalan un mayor y mejor sabor en el plato). Pero a las que cazo cerca del Gasómetro tampoco les hace ascos. Quizá las que menos le agradan sean las que atrapo en las cercanías del campo de fútbol, del aeropuerto, del embarcadero y de las estaciones de ferrocarril: esos lugares procuro evitarlos, pero, a veces, no me queda mas remedio que establecer allí mi caladero. Debo rotar, alternar mis zonas de capturas, porque esos bichos son muy listos y si repitiera mucho una zona acabaría por no cazar a ninguna. Su Alteza lo sabe.
Así que entro cada noche, a eso de las dos de la madrugada. Un chasquido de la electro cerradura de la puerta de la galería me avisa de que ya tengo autorización para acceder a mi coto de caza privado, paso libre al laberinto. Empuño una vara eléctrica con un lazo retráctil de finísima cuerda de nylon. Cuando enlazo del cuello a la rata le propino una fuerte descarga y, aturdida, la introduzco en la nasa que suelo dejar unos metros detrás de mí. Allí dentro las voy depositando, separadas por rejillas, porque la primera vez, que no usé nada más que un saco, se devoraron entre ellas víctimas de la ira, rabia y desesperación, lanzándose bocados furibundos y dentelladas hasta reducir el contenido del saco a una sangrienta masa de pelo y vísceras. Ese día me gané una buena reprimenda del Rey a quién dejé sin desayuno (y su mal humor nos hizo tener un incidente diplomático a media mañana, en la Recepción de Embajadores, y ese incidente nos llevó a una guerra y esa guerra trajo miles de muertes y la desaparición de toda unan generación de jóvenes de nuestro Reyno y con ello la extinción de una gran cantidad de mano de obra y la pérdida de empleados y la desaparición de oficios y llegó una enorme crisis económica y pobreza; toda esa catástrofe urdida en el rincón del subsuelo porque yo no supe mantener vivas a las ratas en un saco… moraleja: nunca dejes sin desayuno al Rey).
Así que esta noche estoy aquí otra vez. Me muevo por el subsuelo: desde el Palacio de los Deportes llego al Palacio de Invierno: allí engancho a un ejemplar enorme, de cola aceitosa y pelo hirsuto, agresivo y enloquecido por haber cometido su error y verse apresado. Más allá: junto a la curva del río, cerca del gran reloj astronómico: una rata albina. Será el bocado especial de hoy, de Su Alteza. Aún así, por si acaso, por lo que pueda ocurrir, continúo con mi batida: llego a la Plaza Central y junto a la avenida Pasteur, esquina con el Ensanche, termino de rellenar mi nasa con otros tres ejemplares. Son casi las cinco. He acabado. Abandono la galería a la altura de la vía Libertad y salgo a la superficie, al gélido aire de la noche que corretea por el bulevar Haydn. Tengo el tiempo justo para llegarme hasta el Palacio con mi redada a cuestas, entregarla a los cocineros reales que escaldaran las piezas, primero, para poder arrancar así su agrio pelaje y, después, proceder a desventrarlas, sacarles las entrañas y realizar la asadura, con abundante guarnición de patatas al vapor y zanahorias.
A las siete, cuando Su Majestad entre en el cuartillo del desayuno, decorado con fina filigrana de marfil, tendrá servido en humeantes platos un guiso de rata, otro de asado de rata y un tercero de gulash de rata. Hoy se decantará por el asado de la rata albina y lo aderezará con un chorrito de vinagre balsámico de cerezas y lo pasará con un par de chatos del buen y recio vino de nuestra tierra. Luego, puede que reciba a un político importante, a un embajador o quizás salga a saludar desde el balcón a la muchedumbre que todos los días se amontona y lo espera ansiosa en la Plaza Real, satisfecho y sonriente, con el calorcillo en las tripas de la rata cocinada: de mi rata, esa es mi ayuda al buen transcurso de las cosas en este Reyno.
Pues bien: este es mi trabajo.
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