En Praga: Domicilio de la familia Kafka, noche del 13 al 14 de agosto 1917.
Abrió muy lentamente los ojos y el techo tomó, poco a poco, forma; el aspecto nebuloso, blando, se transmutó en materia dura, tal vez cemento… En cualquier caso, se trataba de algo muy pesado. Con gran esfuerzo elevó la cabeza de la almohada. Los bordes de los objetos, las esquinas de la habitación, se malearon aceitosas como si un vidriero soplara para moldear la casa a su antojo.
Su sorpresa resultó mayúscula: se encontraba tendido en la cama, pero se vio allí al lado, de espaldas, volcado en su escritorio, afanado en la tarea de rellenar azules cuadernos en octavo. Por un instante, detenía la tarea, alargaba la mano y aproximaba a los labios una botella de cerveza. Podía escucharse beber con gran avidez, el gollete de vidrio entrechocaba levemente contra los dientes y tras el trago, largo, depositaba la botella a un lado para sumergirse de nuevo en la escritura y, cada vez que eso ocurría, en lugar de vaciarse, el recipiente aparecía más lleno, mostraba al trasluz su contenido. Pero no podía tratarse de él mismo porque, era bien consciente, él se encontraba en la cama… ¿Quién era ese tipo, exacto a Franz Kafka, dedicado a hurtarle horas al sueño y a la noche con la escritura desmigada en su mismo lugar de trabajo?
Se abalanzaría sobre el intruso, incluso sería capaz de golpearlo. Entonces, el techo crujió y descendió, pero sólo encima de su cabeza, porque el otro Franz Kafka continuaba con su escritura, si bien ahora refrenaba su tarea desarrollada con un empeño hercúleo para beber de nuevo de la botella, convertida en una frasca de vino rojo, espeso.
Quedó perplejo, tumbado, con el enfoscado a unos centímetros de su cara.
Quiso decir algo, pedir auxilio, pero no pudo.
El silencio era tan viscoso que el roce de la pluma del falso Kafka al corretear por las hojas sonaba con estruendo en sus oídos y el gogloteo al tragar el líquido, al despeñarse el alcohol por el gaznate de su doppelgänger, incluso ensordecía los enfebrecidos latidos de su propio corazón.
De nuevo intentó moverse. De nuevo se desplomó el techo, para apretarle la cara, oprimirle el pecho, provocarle una hemorragia, quebrantó los diques de la nariz. Se ahogaba, apenas podía soportar el enorme dolor que le recorría la garganta. Su otro “yo” escribía, ajeno a la tortura que sucedía a las espaldas.
El techo le aplastó. La sangre escaló de sus pulmones a la garganta y de allí a la boca, se desparramó por la almohada, sus ojos se cerraron en el dolor y el Kafka inmutable en su tarea de escritor mecánico y bebedor compulsivo desapareció tras un vaharada colorada.
Abrió los ojos a su segunda hemoptisis y una sonrisa de sangre, toda ella maligna, saludó desde las sábanas.
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