viernes, 21 de octubre de 2011

La melancolía de los objetos


En Praga: Consulta del doctor Pick, 15 de agosto de 1917.

-Apicitis pulmonar –el dictamen le sonó a una sentencia formulada por un tribunal inmisericorde. Realmente, nunca un diagnóstico le resultó tan cercano a una condena. El jurado no conocía la clemencia con él.

El profesor Pick, satisfecho ante el trabajo bien cumplido, tomó asiento tras su escritorio de caoba, un escritorio que a Kafka se le asemejó a un ataúd porque la mayoría de las cosas que rodeaban a los médicos se añejaban en el contacto con el dolor y el sufrimiento, con la muerte de sus pacientes, y por eso los objetos clínicos adquirían cierto tizne tenebroso, de tintura de yodo, sí, eso era, yodados de padecimiento, heridos con las quejas, con las falsas esperanzas, con la resistencia insensata de los enfermos y con la paciencia insensible de los doctores.

-Se trata de una infección del ápice del pulmón –mientras formulaba las terribles palabras compuestas de pesadas letras de hierro que se posaban en todos y cada uno de los lugares de la inhóspita consulta, cobijadas en sus esquinas, las bien proporcionadas manos del profesor, limpias y benéficas, manos de curandero, jugueteaban con un estetoscopio de aliento helado que depositó encima de la mesa y quedó allí, apartado, preso de la melancolía que exhalaban los objetos que rodeaban a médico y paciente, unos objetos entristecidos, objetos que adoptaban una dimensión ahora dolorida ante el drama que se interpretaba.

-Creo que le vendría muy bien una temporada en el campo, mucho aire, sol, luz, reposo, olvídese del trabajo. Debe pedir que le concedan un licencia de, al menos, tres meses. Créame que así será bastante posible su mejoría. Llévese el informe que he redactado con su problema para que pueda mostrarlo a sus superiores.

Kafka sujetó la carpeta con un estremecimiento. Era el acta de la condena, un pasaporte para ingresar en la eternidad, se dijo, porque ya sabía la verdadera naturaleza de lo que aferraba en sus manos: el billete para la embarcación en la que viajaría al otro lado de la Estigia.

Al salir, la puerta de la consulta gimió con un chirrido; rompía a llorar toda la habitación, que no podía soportar por más tiempo la melancolía de los objetos que albergaba.

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