jueves, 20 de octubre de 2011

Con la tozudez del paso de los años...


En Praga: Puente de Carlos, mañana del 14 de agosto de 1917.

Los paseantes alcanzaron el Puente de Carlos sumidos en un oscuro silencio.

Max Brod no era capaz de digerir, de encajar la noticia, no cesaba de darle vueltas a lo que su amigo acababa de anunciarle: ¿tuberculosis? No, no podía ser, no alcanzaba a creerlo, eso era imposible…, pero Franz insistía en que la enfermedad provenía de un origen más, por llamarlo de una manera, sicótico, mental, psicológico, una maldad generada por el cuerpo, un mecanismo de autodefensa, tal vez en respuesta a tanto sufrimiento. ¡Ahí estaban las pruebas de Chéjov y Chopín! El carácter de ambos genios fue errabundo, preñado de una naturaleza triste y torturada. Ese carácter los llevó a sucumbir a la tuberculosis.

-Es una barbaridad todo eso que dices, Franz, cualquiera podría pensar que te alegra la posesión de esa maldita enfermedad –le acusó Brod. Se detuvieron junto a la baranda de piedra. El Moldava, abajo, corría apacible y tranquilo, con un ronroneo de pulmones encharcados.

-Antes contemplaba, acariciaba una y otra vez la posibilidad del suicidio, era una solución inteligente, una forma bella, una arte preciso y precioso para terminar con los problemas. Ahora ya no es así. Desde el momento mismo del vómito sanguinolento nadie ha querido tanto a la vida como yo, así que no te equivoques –le repuso Kafka con dureza-, pero de ahí a que no sea capaz de asumir la enfermedad o de entender sus motivos, o de negarla con una obcecación medieval, cerril y absurda, hay diferencia. Lo comprendo todo muy bien. Estoy dispuesto a luchar por curarme.

-Espero que sea así, de momento necesitas una segunda opinión, la de un reputado profesional, un especialista en el asunto que nos deje las cosas lo más claras que sea posible.

-Es cierto, el doctor Mühlstein se resiste a diagnosticarme con certeza el mal porque quiere protegerme del Ángel de la Muerte con las anchas espaldas de su medicina –repuso Kafka, extraviada la cansada mirada por encima de las aguas del río que gorgoteaban con estertores de asfixia-. ¿Sabes, Max?, el Ángel de la Muerte se encontraba allí, de pie, junto al médico, en la consulta, se movía gradualmente a un costado…, poco a poco, para encontrarse conmigo cara a cara.

-¡No quiero oír más insensateces! –le exigió Brod, que prosiguió-: Irás a ver al profesor Gottfried Pick, nos une una buena amistad y es el director del Instituto Laringológico de la Universidad Alemana de Praga –Kafka intentó una débil protesta ante la preocupación del amigo, pero no pudo argumentar nada, interrumpido por un-: ¡No tenemos más que hablar al respecto!

La lluvia empezó a calar los bronces del Puente de Carlos. Quería disolverlos y percutía en ellos con la tozudez que le otorgaba la seguridad de contar a su lado con el paso de los años para completar la tarea.

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