En el Frente del Isonzo: Monte del Carso, Cota 144, 23 de febrero de 1917.
Parecía que sería una mañana tranquila, pero el capitán se empeñó en que no fuera así: ordenó maniobras para mantener alerta y en forma a la tropa y dispuso un fuego graneado de mortero sobre una serie de objetivos naturales. Debían apuntar al Portón del Este, localizado entre dos insolentes peñas del Mesozoico, o acertarle a la cota 265, ubicada en la falda de un montecillo de la época del Mioceno. Así, el orgullo de las piedras que la erosión y el paso de los siglos no consiguió destruir, sería borrado de la geografía y del mapa por unas bombas dirigidas por un puñado de astrosos milicianos italianos que, de muy mala gana, practicaban puntería por mero capricho de sus superiores. Cambrico, Magdaleniense, Carbonífero… periodos de tiempo fáciles de borrar de un soplido por la maquinaria bélica del hombre. Evaporados sin ningún sentido.
Un silbido, una parábola y el impacto elevaba un terrón de barro. El humillo blanquecino en suspensión permitía calificar la puntería de los artilleros.
-¡Sois unos burros! ¡Zopencos! –protestaba el capitán ante el mal ejercicio de sus hombres, que volvían a recargar una y otra vez. Los impactos cercaron los objetivos por la derecha, después los aliviaron con tiros demasiado alejados por la izquierda. Ahora, corrieron un breve, pero serio riesgo, de volar por los aires tras la corrección de unos grados al norte y, antes, fueron librados por exceso de inclinación al sur de los morteros; se probó la puntería quizás un poco más alta, también a tirar más abajo: los alrededores sembrados de cráteres, y en medio de todo, burlones, el Portón y la Cota se despechugaban indemnes.
-¡Inútiles, seguiremos hasta que acertéis, será mañana o el año que viene! –las airadas órdenes del capitán se contestaban con más fuego artillero y, si cabe, con peor puntería.
Entre la desgana generalizada llamaban la atención los servidores de uno de los morteros ubicados en el interior de una trinchera. El grupo se componía de cinco hombres. Uno de ellos era el sargento Mussolini, ascendido veintidós días antes. En lugar de atender a su cometido, enfriar la boca del artefacto con agua, se repantingaba al sol, apoyado en uno de los taludes, a buen recaudo de los prismáticos del capitán, engolfado con la fumada de la pipa de espuma de mar hurtada al enemigo. El fondo de la cazoleta prendía con una brasa rojiza a cada chupada, igual que la boca del mortero, incandescente ya desde un par de detonaciones anteriores. A unos metros reposaba un cubo de madera enmohecida, sin una gota de agua en su interior, y el cucharón necesario para refrescar la pieza. Los cinco hombres, retorcidos sus cráneos por el alto sol, con la resaca de la tarde anterior, bebieron toda la reserva de líquido por ver de paliar la sed y el dolor de cabeza provocados por la borrachera que sendas cantimploras de schnapps de ciruelas arrebatadas a los austriacos desencadenaron en sus ya de por sí mermadas facultades.
-¡Preparados para un nuevo disparo! –ordenó el capitán desde un altozano.
Un conejo, atolondrado por las descargas, brincaba de un lado a otro. Los soldados intentaban acertarle de un disparo con sus carabinas de peor puntería que los obuses.
-¡Dejad a ese animal en paz, idiotas! ¡Disparad fuego de mortero! –la orden, gritada con enorme desprecio, fue obedecida con la exasperante lentitud de quienes veían perderse ladera abajo el complemento a las insulsas cenas de rancho.
En cuanto embocaron el obús se dieron cuenta de lo que estaba a punto de suceder. El cañón de la pieza artillera blanqueaba por el calor, amenazaba con derretirse o reventar en el momento de escupir la munición.
Se miraron unos a otros. Era necesario refrescar el arma.
Rápido, agua.
El agua.
Mussolini mordió con fuerza la pipa en su boca. Abrió los brazos, no entendía qué le demandaban. Sus compañeros buscaron con ojos febriles el cubo tirado en un rincón. Mussolini comprendió la gravedad del asunto y se giró rápido en pos del cucharón. Escarbó en el interior de la madera carcomida y corroboró que no quedaba ni una gota de agua. Se volvió para advertir de tal circunstancia a sus camaradas, pero el aviso se le colgó de la boca como la pipa de espuma.
Un zumbido.
Una explosión sorda.
Una oleada de metralla destripó a los soldados, muñecos de paja, y arrojó, cargado de hierro y esquirlas, el cuerpo de Mussolini a cuatro metros de distancia.
El subteniente Francesco Caccese desbrozó un silencio de pánico reverencial y fue el primero en acercarse al lugar del accidente: Mussolini era el único que permanecía con vida. Su pierna izquierda, el pecho y la ingle, aparecían horadadas por pequeños pedazos de metal. En su boca, contraída por el éxtasis del dolor, aún permanecía intacta, de milagro, la pipa de espuma de mar. Esa misma pipa a la que sus manos acalambradas, antes del desmayo, se aferraron desesperadas mientras lo retiraban en camilla camino del Hospital de Campaña.
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