Jack Rambo era traductor de Rimbaud, allá en Melilla. Algunas noches recitaba sus versos en bares de mala muerte y en puti clubs, y ya cansado de tanta incomprensión, de que no encontrara un editor para la novísima traducción de las obras completas, decidió emigrar a una mina en la zona francófona de Canadá. Allí, Jack Rambo, retaco, patizambo y algo renegrido, se puso fuerte con el trabajo del pico, la pala y la veta, aunque seguía siendo ciertamente achaparrado e, incluso, algo así como bisojo. Un verano, con los ahorros de todo el invierno barrenando piedra, se marchó a Etiopía, porque deseaba visitar la casa que su admirado poeta tuvo en Harare. Allí que se llegó y, para su desespero, la casa de Rimbaud era en realidad lo que los locales entendían como la casa de Rambo, del Rambo de las películas, del que mataba vietnamitas como hormigas, a quien habían confundido fonéticamente.
En la mesa, el escritorio donde debería haber recado y pluma con la que Rimbaud escribía sus poemas, un reluciente AK-47 y una canana de munición y el letrero: aquí recargaba Rambo durante sus noches de insomnio; en una noche se dice que fue capaz de recargar 8000 balas. Viendo aquello, los rifles colgados de las paredes, las vitrinas con las bombas y los explosivos, los nunchacos extendidos, abiertos sobre la cama como un pulpo oxidado, a Jack Rambo (que, curiosamente, se apellidaba como el Rambo guerrillero que creían los etíopes que era el Rimbaud poeta y que, a su vez, ese Rambo no existía, sino que era un actor de cine) le empezó a doler violentamente la cabeza. Se acercó a un guía de la casa-museo y le gritó si no conocían la poesía de Rimbaud, aquello del principio de El barco ebrio: Al tiempo que bajaba por ríos impasibles, sentí que no me guiaban los hombres a la sirga…
Sí, sí que conocían la poesía de Rambo: le citaron de memoria frases pronunciadas en los momentos claves de su vida: cuando el coronel Trautman hablaba con él, cuando mataba a un vietnamita y añadía un comentario cínico, y cosas así, para luego enseñarle los lugares más importantes de la casa: aquí, Rambo mató a un gato, aquí, se desayunaba todos los días sus gachas del ejército, aquí: se cosió una herida en un brazo con aguja e hilo y allí se pegó los intestinos que se le salían con Loctite, allá: se la cascaba a menudo y ese era su orinal…
Sí, sí que conocían la poesía de Rambo: le citaron de memoria frases pronunciadas en los momentos claves de su vida: cuando el coronel Trautman hablaba con él, cuando mataba a un vietnamita y añadía un comentario cínico, y cosas así, para luego enseñarle los lugares más importantes de la casa: aquí, Rambo mató a un gato, aquí, se desayunaba todos los días sus gachas del ejército, aquí: se cosió una herida en un brazo con aguja e hilo y allí se pegó los intestinos que se le salían con Loctite, allá: se la cascaba a menudo y ese era su orinal…
Jack Rambo no pudo terminar de otra manera: como el trabajo en la mina le había puesto cachas, musculoso y deforme, a pesar de ser achaparrado y paticorto, incluso bizqueaba, por esos azares de la vida, se hizo el doble del actor que interpretaba a Rambo, un doble sólo de cuerpo, pero con mucho éxito, tanto que llegó a protagonizar esa mítica escena de la ducha con una de las divas de Hollywood, en donde se enseñaba abundante cacho.
Lo fastidió todo por su empeño en recitar la poesía de Rimbaud a las estrellas, que a los primeros versos ya se sentían morir de tedio: lo denunciaron al sindicato de actores y terminó arrastrando camiones con los dientes, usando una cadena de hierro oxidado, como una atracción más de la feria de fenómenos de Wichita, donde se le perdió la pista.
Pero nos quedan sus escenas como Rambo, es decir, su doble cuerpo en el celuloide. Algo mucho más inmortal que las poesías de Rimbaud, las que él tanto defendía. A donde va a parar. Vamos, ni punto de comparación cuatro versillos con una buena película de tiros, sangre y violencia. Eso si es inmortalidad.
(Dedicado a Bruno Galindo, luengo tiempo ha, de forma casual, inspirador del texto)
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