¡Ya verás, hoy vas a conocerlo! El entusiasmo de mi amigo era apenas disimulable ante la perspectiva de que, al fin, me llevaba ante el Genio de las Letras. El Genio de las Letras se encontraba parapetado tras la mesita de un café, que bien poco le servía de parapeto. Se mostraba huraño y distante, pero no le hacía ascos a las personas que, de vez en cuando, se le acercaban para saludarlo o pedirle un autógrafo (claro, me dije, es el peaje que debe pagar El Genio de las Letras porque sus últimas tres novelas hayan sido número uno absoluto de ventas; con el triste paso de los años me enteré de que ninguna la escribió él, y que incluso fue condenado por plagio en relación a una de ellas).
Me extendió una mano blanquecina y fofa, muerta, como si me saludara con una pescadilla, Además, esa piel estaba cubierta de unas desagradables escamas. Después, mi amigo me aclaró que era alérgico a la tinta que utilizaba para su pluma, que él jamás había escrito con pluma, pero que el departamento de marketing de la Gran Editorial en donde publicaba el Genio de las Letras había decidido que eso era imagen de marca, lo cool, y le habían obligado a ello. Se desescamaba como un pez. Y no sólo era eso lo que tenía de pez. Sus ojos, algo estrábicos, se asemejaban a una platija, es más, cuando le pregunté sobre algunos escritores, cuya opinión, como Genio de las Letras, me parecía muy a tener en cuenta, sus esfuerzos por justificarse (puesto que ni los había leído, ni los conocía de nada, ni pensaba hacerlo) lo llevaron a componer unos extraños gestos que agudizaron la semejanza de su cara con la de un rodaballo, por ejemplo: inexpresiva y boqueante, pugnando por respirar, que yo diría que hasta se le abrieron un par de branquias laterales, allí, justo encima de la camisa.
Bueno, ¿que te ha parecido?, me interpeló mi entusiasmado amigo después de nuestro encuentro con el Genio de las Letras. Ummm, reflexioné por un momento: escamas, ojos de pez, branquias, boqueando para respirar, cerebro con la retentiva de un segundo, incapacidad para hablar, popular como una merluza de pincho... entonces, no pude sino preguntarme en voz alta:
¿Era un escritor o un bacalao?
Mi amigo, indignado, me retiró la palabra y corrió, para resarcirse de mi inquina, a una librería, para, de una enorme pila de ejemplares, adquirir la última Gran Novela, el último Gran Éxito del Genio de las Letras, exactamente la que, años después, sería un sonadísimo plagio bacaladero.
Me extendió una mano blanquecina y fofa, muerta, como si me saludara con una pescadilla, Además, esa piel estaba cubierta de unas desagradables escamas. Después, mi amigo me aclaró que era alérgico a la tinta que utilizaba para su pluma, que él jamás había escrito con pluma, pero que el departamento de marketing de la Gran Editorial en donde publicaba el Genio de las Letras había decidido que eso era imagen de marca, lo cool, y le habían obligado a ello. Se desescamaba como un pez. Y no sólo era eso lo que tenía de pez. Sus ojos, algo estrábicos, se asemejaban a una platija, es más, cuando le pregunté sobre algunos escritores, cuya opinión, como Genio de las Letras, me parecía muy a tener en cuenta, sus esfuerzos por justificarse (puesto que ni los había leído, ni los conocía de nada, ni pensaba hacerlo) lo llevaron a componer unos extraños gestos que agudizaron la semejanza de su cara con la de un rodaballo, por ejemplo: inexpresiva y boqueante, pugnando por respirar, que yo diría que hasta se le abrieron un par de branquias laterales, allí, justo encima de la camisa.
Bueno, ¿que te ha parecido?, me interpeló mi entusiasmado amigo después de nuestro encuentro con el Genio de las Letras. Ummm, reflexioné por un momento: escamas, ojos de pez, branquias, boqueando para respirar, cerebro con la retentiva de un segundo, incapacidad para hablar, popular como una merluza de pincho... entonces, no pude sino preguntarme en voz alta:
¿Era un escritor o un bacalao?
Mi amigo, indignado, me retiró la palabra y corrió, para resarcirse de mi inquina, a una librería, para, de una enorme pila de ejemplares, adquirir la última Gran Novela, el último Gran Éxito del Genio de las Letras, exactamente la que, años después, sería un sonadísimo plagio bacaladero.
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