Un indeterminado día al inicio de febrero de 1913.
Se había instalado en el Albergue de Hombres de Viena, situado al norte de la ciudad, pero eso no fue siempre así que, poco antes, vivió en húmedos sotanillos abandonados y en pensiones de mala muerte –como la de frau Zakreys y sus malditos diez kronen al mes-, se calentó como pudo al abrigo de los escombros de las casuchas derruidas, tomó sopa en los mediodías de caridad del comedor popular de un convento de la Gumpendorferstrasse y hasta se cobijó en el asilo de Meidling, un albergue repleto de piojos. Incluso, en más de una ocasión, sin una moneda en los bolsillos, se vio obligado a dormir al raso, pese a lo frío y duro del clima vienés. Durante una temporada, la más cruda e invernal, quitó a paladas la nieve que obstruía las puertas de los pasos de carruajes de la gente pudiente, también cargó equipajes como maletero en la Westbahnhof y se empleó en infinidad de humillantes chapuzas. Todos los sufrimientos se daban por buenos con tal de conseguir el deseo supremo por el que colgó los estudios y se trasladó hasta Viena: superar de una vez por todas el examen de ingreso a la Academia de Bellas Artes.
Un dinerillo escaso, no más de cincuenta kronen remitidos por su piadosa tía Johanna, le permitió hospedarse en el Albergue de Hombres. Revigorizado, comenzó a vender algunas de sus acuarelas, bien a través de pasantes judíos de arte o bien expuestas en un cochambroso tenderete improvisado en plena calle, en mitad del frío de la vía pública para, desde su frustrado parapeto, contemplar el bullicio de una ciudad inhumana y retrógrada embebida en el esplendor de su pléyade cultural. Así era la Viena de Hitler, una ciudad dura y cruel, aplastada por el peso del recuerdo de los numerosos genios que florecieron al amparo de las artes y al cobijo de los salones encopetados.
Así era la Viena de Hitler, sí, y también la Viena de Stalin, porque ambos personajes, por entonces dos perfectos desconocidos, un par de don nadies enfrentados a la humanidad desde la impotencia de su juventud, iban a coincidir en las rúas vienesas. El Hitler hambriento, que vivía en un albergue, se toparía con el Stalin agresivo, un joven comunista de poca monta llegado hasta Viena por orden de Lenin para asistir a un congreso político y familiarizarse allí con el programa elaborado por los socialistas austriacos.
Stalin deambulaba algo atolondrado a causa del bullicio urbano que le rodeaba. De repente, para evadirse del agobio provocado por una muchedumbre a la que en absoluto se acostumbraba, se detuvo a contemplar unas acuarelas que reflejaban típicos motivos vieneses y que intentaba vender un pintor callejero situado en una esquina de la Plaza de la Catedral.
Los ojos del ruso reposaron sobre los burdos lienzos de grueso trazo, exentos de talento.
-Es una reproducción de la Catedral de San Esteban -le aclaró Hitler a su posible comprador. Stalin, entonces aún conocido por el mote de Koba, un indomeñable bandolero antizarista cuyas hazañas le cautivaron en las lecturas de la infancia, elevó la vista del enmarañado lienzo y sus ojos colisionaron con los del pintor.
Ambos hombres se miraron: cara a cara los futuros amigos por conveniencia frente a la cuestión polaca, cara a cara quienes, después, se declararían la guerra como enconados e irreconciliables enemigos; ambos, también, supremos asesinos y genocidas. Dos mentes criminales que coincidieron en el presente de la opresora atmósfera vienesa, en la ciudad que era la cuna de la composición, en el fructífero paraíso de los Strauss, Brahms, Mahler, Beethoven, Haydn, Schubert, Schöenberg... tanta belleza pautada infestada por el légamo de ambos personajes.
Stalin venía de celebrar una reunión con Bujarin y Trotski, camaradas a los que, con el correr del tiempo, aniquilaría en su lucha intestina por alcanzar la totalidad del poder en la Unión Soviética. Esa tarde, tras discutir los aspectos del Partido Comunista en Austria, junto a otras zarandajas por el estilo, los tres personajes decidieron salir a pasear un poco para despejar sus cabezas embotadas de tanto término político. Stalin decidió adelantarse con unas briosas zancadas al cansino paso de Bujarin y Trotski, que terminaron por alcanzarlo justo a la altura del puesto de acuarelas.
Stalin fue rodeado por los colaboradores. Los tres contemplaban las acuarelas de un gañán que, con el paso del tiempo, llegaría con sus todopoderosos ejércitos a mancillar los arrabales de Moscú, la ciudad en donde el botarate que ahora miraba algo atónito e indeciso los cuadritos se haría fuerte, casi tan fuerte como un zar.
A los rusos no les gustaron las acuarelas: Bujarin meneó la cabeza en señal de desagrado, Trotski miró para otro lado y Stalin se dio media vuelta y se perdieron calle abajo: Trotski con su futuro de piolet que le hundiría el cráneo; Bujarín, tras la amarga esquina de los años, una traicionera ráfaga de balas que acabaría con sus aspiraciones de controlar el Politburó.
Aunque para todo eso, para el pioletazo, para el fusilamiento, para que el chamuscado cadáver de Hitler cayera en manos de un Stalin que ya no se acordaría por entonces ni del revolucionario y juvenil Koba ni del miserable pintorcillo de la Plaza de la Catedral de San Esteban, aún faltaba un poco: un terrible y sangriento lapso previo al advenimiento del tiempo de los asesinos.
Hitler no logró vender una sola acuarela durante ese día. En el intento de ahorrar un poco del dinero enviado por tía Johanna eligió quedarse sin cenar esa noche.
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