Sí, el padre Gago: ese cura de traje gris: alzacuellos blanco: con su eterno aspecto aseado: impecable: que recién terminado el bisbiseo con un ¡Jesús! ordenaba ¡papelucho!: ese: disfrutaba de las tres comidas gratis en el comedor del internado y como vivienda poseía una habitación privada en el piso de arriba. Por cierto, que ese piso de arriba, en donde habitaban la mayoría de los curas, siempre fue un lugar misterioso y aterrador para los alumnos: algo prohibido y peligroso, una Terra Incógnita inaccesible e inexplorable que causaba desazón entre los muchachos. A Alejandro, lo que más le inquietaba del piso superior era que los curas se quedaran allí, siempre allí, entre los muros desiertos y silenciosos, cuando acababan las clases, cuando los internos ya dormitaban en sus habitaciones, o durante los fines de semana en que los chavales abandonaban el colegio para visitar a sus familias: era como si los sacerdotes formasen una parte indivisible con el edificio.
No creía, o no deseaba creerlo aunque en el fondo lo sabía, que Gago fuera como todos los demás curas del colegio: tan cura que hasta daba la misa. Por eso, sintió una profunda decepción, una desagradable nausea al ver oficiar al padre Gago: porque aunque llevara el alzacuellos colocado durante las clases, Alejandro prefería pensar que el alzacuellos del padre Gago no era más que un molesto adorno, como una persona encorbatada no es necesariamente un ejecutivo, un oficinista o un padrino de bodas; su ilusión se esfumó al contemplar como elevaba el cáliz con devoción y provocaba la misteriosa transubstanciación con sus palabras: el padre Gago perdió en ese momento bastante de su encanto a los ojos de Alejandro: aunque en el terreno docente continuara siendo para él digno de toda admiración.
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