Cuando Joseph R. se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto. Por encima de su vientre panzudo y ahíto por el alcohol vio agitarse tres pares de patas ganchudas. Giró con esfuerzo su abotargado cuello y miró por la ventana. En efecto, el paisaje era el mismo. Podía distinguir las ramas de los árboles de la rue Tournon que se acercaban y casi podían tocarse con la punta de los dedos desde la balconada del hotel Foyot. No cabía duda, se encontraba en su misma habitación, aunque un extraño zumbido provenía de las paredes.
Rotó la cabeza sobre el charco de sudor que era la almohada y la colocó de nuevo sobre su pecho. Ahora sí, el pánico inicial se disipaba, veía su vientre hinchado, pero humano ya, y deslizó un brazo por un lado de la cama hasta palpar las formas de una botella. Introdujo el índice por el gollete y elevó el vidrio hasta colocarlo frente a sus ojos. “Pernod”, se dijo, al verlo, aunque no recordaba el momento en que se la bebió; de repente un gran temblor agitó su mano y el envase se le escurrió del dedo, la botella rebotó sobre su cuerpo y cayó al suelo con ruido sordo. No estaba rota, la moqueta amortiguó el golpe.
Hizo una especie de pausa en sus pensamientos, entretenidos en averiguar, en verse amorrado a la botella, o en que instantes disolvió el contenido del anisete en agua –si lo ingirió a la francesa, como se solía tomar ese licor-. Detuvo su mente porque el zumbido de las paredes emergía en sus oídos cada vez con mayor furia, casi como una estampida o un panal desbocado. Una enorme punzada que empezó en su occipucio y acabó en una sien le atravesó la cabeza como una corriente eléctrica. Asimiló ese dolor a los electrochoques que, a buen seguro, durante esos días le administraban a su mujer en el sanatorio y, si no a ella, a otros pacientes. Unos choques como los temblores y convulsiones que ahora lo azotaban.
En mitad de los temblores, se tapó los oídos porque no podía soportar más el zumbido. Notó que le hervían las sienes y su frente estaba empapada de sudor.
Fijó su vista en la pared de enfrente: entonces, comprendió el motivo del zumbido insistente: la pared estaba compuesta por miles de pequeños insectos que borbollaban como hervía el agua.
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