martes, 30 de agosto de 2011

La desgracia de los insectos




En Praga: Café: La Señal de los Dos Mirlos, noviembre de 1913.

-El doctor Brod me avisó de que podría encontrarlo aquí… -Kafka interrumpió la lectura del Praguer Tagblatt, elevó la cabeza sorprendido y miró a quién le dirigía tal afirmación. El caballero, sonriente, formuló un resuelto ¿puedo?, y con la vista indicó la silla vacía que se encontraba enfrente.

-Si, por supuesto –aseveró Kafka molesto. Ese pesado de Brod, siempre pregonaba cosas de él; a dónde iba, de dónde venía, los lugares por los que paseaba. ¡Era tan indiscreto!

El hombre se acomodó y ambos se miraron fijamente.

-¿Tengo el honor de hablar con…? –preguntó Franz, sin ocultar un tonillo de irritación.

-Soy Robert Musil, el escritor –Kafka intentó disimular su azoramiento. Esa confesión acababa de provocarle un terremoto interno. Se encontraba ante uno de los grandes del momento, desde luego, y fue incapaz de reconocerlo. ¿Qué podría desear de él?

-Tengo entendido que su Estudiante Törless es espléndido -matizó, empastó un tono desganado para que diera la sensación de que tampoco le concedía demasiada importancia, que todavía no leyó la obra; pero cierto era que recordaba el entusiasmo con el cual devoró las páginas de la novela que, no obstante, le resultó por momentos demasiado retórica, una forma benévola para denominar la sensación de cansancio que experimentó al recorrer ciertos pasajes... Lamentaba no poder intercambiar ahora diferentes puntos de vista al respecto. Todavía nadaba en su memoria una metáfora magnífica: sintió que se le estrangulaba la garganta, como si le estuvieran echando arena. Por eso, sólo por esa brillante imagen, ya le merecía la pena el tiempo empleado en la lectura del Törless; y también se vio identificado con un párrafo que culminaba con una reflexión que parecía definirlo justo a él, a Franz Kafka: Tenía una vida a la que nadie atendía más que a la de las arañas y ciempiés del sótano y del desván. En verdad, era admirable ese escritor que se encontraba delante, lástima que en su cabezonería, en su tozudez, en esa especie de venganza urdida con precipitación, no quisiera admitir que conocía muy bien su texto.

-El Törless ya tiene unos años. ¿Es que no lo ha leído? –Kafka hizo una mueca que no permitía atisbar una respuesta clara-. No se preocupe, yo mismo me ocuparé de que le llegue un ejemplar. Dedicado, por supuesto.

-Es usted muy amable.

-Es lo menos que puedo hacer por un autor tan brillante –detrás de esos elogios sabía muy bien quién se ocultaba: Brod. Otra vez había hablado de su literatura por ahí, de esos escritos que no deseaba que fueran conocidos, de esos trabajos que le disgustaban tanto y que tenía la sensación de que no se encontraban a la altura. Pero esa sensación era exclusivamente suya. Porque Werfel, Brod, Pollak, sin duda cegados por una mala comprensión del sentimiento de la amistad, se deshacían en los elogios que tanto le fastidiaban y no perdían oportunidad de recomendarlo. Eso no le gustaba nada. De hecho, tal era su neurosis acerca de su producción que, cuando su primer editor le devolvió las pruebas de imprenta de La Condena, él le remitió una nota en la que pedía, es más, casi rogaba, si sería posible cancelar la edición. Siempre le estaré mucho más agradecido por la devolución de mis manuscritos que por su publicación, manifestó por ver si el editor entraba en razón y apartaba de sus futuros proyectos la intención de publicar a Kafka. ¿En dónde se vio algo parecido? ¡Un escritor que anima a su editor a que no lo publique! Cuando Max Brod se enteró de aquello casi rompe su amistad con Franz, de pura indignación.

-Fui a buscarlo a su casa, pero no estaba usted allá. Localicé a su amigo el doctor Brod y me dijo que solía frecuentar La Señal de los Dos Mirlos. Por eso estoy aquí… bueno no por eso, he venido desde Viena con la intención de contar con una colaboración suya, con sus escritos, para una inminente revista literaria que pienso editar. Se llamará Cosmo. No tiene sentido que se resista, su amigo ya me advirtió de su obstinación, que de nada le valdrá conmigo. Tengo ese firme propósito y no mudaré mi empeño.

-Señor Musil… -en el tono de Kafka se olía la negativa como en el viento se advierte la cercanía de la tormenta. Sin embargo, no pudo argumentar ni una palabra más, el hombre volvió a la carga:

-Será una publicación para escritores jóvenes; le ruego que lo reconsidere, esa publicación será un traje extraordinariamente adecuado para su obra, confeccionado a medida.

Max Brod apareció por la puerta del café en ese instante. Franz lo fulminó con la mirada. Su amigo, más que preguntar, afirmó:

-¡Que alegría verlos aquí juntos! ¿Han llegado a un acuerdo? ¡Le advertí que el doctor Kafka sería difícil de convencer!

Sin dar tiempo a que Brod se sentara, Kafka explotó:

-¡Max, tu yo vamos a terminar mal! –en un tono duro, pero más comedido, añadió-: Estoy cansado de explicarte que mi literatura es sólo mía, que no deseo compartir mis despropósitos con nadie, al menos hasta que sean mínimamente aceptables, si es que eso llegara a ocurrir. De hecho, lo poco que he publicado es un error, un grandioso error. Lo que tengo escrito o lo que escribo ahora no es, ni mucho menos, digno de que vea la luz-. Brod trató de reconvenirlo pero no tuvo ocasión-: Espero que, si muero antes que tú, quemes todo lo que tengo metido en mis cajones, además de mis cuadernos y mis cartas. ¡Que no quede nada! ¿Pero qué os habéis creído? –con un movimiento brusco recogió su sombrero y se puso en pie-: Me alegra, desde luego, que usted señor Musil se acuerde de mí, pero por otro lado su propuesta me entristece tanto… ¡Porque yo no tengo nada que ofrecerle! En diferentes circunstancias tendría mucho gusto en hablar con usted. Puede que eso sea posible en otra ocasión. ¡Buenas tardes caballeros!

Chasqueados, contemplaron a Kafka salir como una exhalación del café. Tras unos instantes de silencio, Brod intentó iniciar una disculpa que fue abortada por Musil:

-No se preocupe, usted no es culpable -le quitó importancia al asunto-. Pero es un caso que resulta harto lamentable, porque me gustaría contar con él. Kafka es muy bueno.

-Sí, en efecto –aseguró Brod-. Demasiado bueno para sí mismo.

-Espero que acabe por darse cuenta –añadió Musil.

-Sería tan triste que nunca se percatara de ello -en las palabras de Brod ya existía un completo rastro de certeza.

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