jueves, 18 de agosto de 2011

El despacho de Negociado de Ignatius J. Reilly


Una buena mascarilla pudo arreglar eso, lo de los granos en la cara; un buen régimen lo de los kilos de más. Aún así, todavía poseía restos de esa papada característica. Y no había sino que encasquetarle ese odioso gorro de piel con orejeras y ponerle un perrito caliente en la mano para tener delante a Ignatius J. Reilly. Sí, un Ignatius con el cutis que ya no parecía la superficie de Marte, incluso algo más delgado, pero Ignatius, ese inútil, siempre sería Ignatius… y además, estaba lo de ese insoportable acento gallego: el acento gallego es lo que más odio de este mundo porque, al poco rato de estar con alguien que habla así, ya me lo ha pegado y yo estoy también entonando dulce… Corriendo, alarmado, me fui a advertir al Secretario.

¿Es que no sabe a quién acaban de contratar? El Secretario me advirtió que aquel hombre traía las mejores referencias, totalmente responsable y eficiente, quince años en las dependencias de la compañía en Bismark, sin una queja, y ahora había sido transferido aquí, a BiloxyUmm… en Bismark, reflexioné en alto, con cierto despiste y ensoñamiento. ¡En Bismark, Dakota del Norte!, me espetó el Secretario, ¡Olvídese de ese tipo del bigote y del casco con un pincho en quien está pensando! ¡A la orden señor Secretario!

Bueno, pues ya está todo dicho, intentó zanjar el asunto el Secretario. ¡Pero es un desastre, un completo desastre! ¿No lo comprende? Tarde o temprano la liará, ya lo verá, le repuse algo amenazante. Pero el Secretario estaba convencido de su decisión, tanto que puso a Ignatius a mi cargo. Afortunadamente, esa tarde pude hacerle llegar al Secretario un ejemplar de La conjura de los necios, que se leyó con atención durante el fin de semana y el lunes, a primera hora, me llamó a su despacho de cristalera esmerilada. En efecto, una vez leído el texto no puedo sino darle a usted la razón en sus resquemores: verá, haremos una cosa –me tranquilizó- usted vigílelo de cerca, y a la mínima que haga me avisa y lo despediré gustosamente. ¡Solo cabe rezar para que no le dé por emplear sus peculiares métodos de archivero! -suplicó en alto. ¡Eso, o cualquier otro disparate! Me retiré convencido: Ignatius, no te iba a pasar una, sería tu sombra, a la mínima… ¡zas!, cazado.

Al tercer día ya hablaba dulce, como él, con ese maldito acento gallego. ¿De dónde lo habría sacado? La verdad es que ya no era el Ignatius que todos conocemos. No le vi ingerir, más bien sería devorar, ni un solo perrito, parece que había curado, o al menos controlado, su avidez compulsiva por las salchichas. Y tampoco se adornaba con el gorro raído y grasiento de las malditas orejeras, a pesar de que afuera acababa de caer una buena nevada.

A la semana, ya lo tenía muy claro: por mucho que lo vigilara –y Dios sabe el odio que le estaba cogiendo a ese hombre que me hacía entonar en gallego hasta el punto de preguntarme la gente si yo era de allí-, Ignatius ya no era el Ignatius desastroso e irresponsable de La conjura, que va, era un hombre nuevo: se lavaba los dientes en el lavabo de la oficina después de su comida macrobiótica, cada par de horas hacía ejercicios vigorizantes y por las mañanas olía a after shave. Y en lo referente al trabajo: imposible, rozaba la perfección, no lo cazaría en un renuncio. Pero yo seguiría ahí, esperando el error, para, implacable, caer sobre él.

Y pasó un año. Entonces lo pillé. Fue durante una reunión de Jefes de Sección con el Secretario. Seríamos unos diez o doce y llegó el momento de la pausa. Propuse que avisaran al eficiente Ignatius para que bajase a comprar los cafés. Se presentó con un bloc, dispuesto a tomar nota de la lista: aquello era un rompecabezas que nadie podría haber resulto satisfactoriamente. Uno largo de leche sin azúcar, otro con leche de soja, aquél manchado y descafeinado, este con sacarina, pero macchiato, el otro capuchino del tiempo y sin chocolate… uno largo pero corto y otro solo pero con leche, y uno negro pero manchado, y uno amargo pero con azúcar; y, como colofón, el café solo largo sin azúcar del Secretario, que era quizás el más sencillo y fue con el que se columpió.

Aguardé con verdadera angustia su regreso de la cafetería, degustando cada momento con la soberbia del que sabe exactamente lo que va a suceder y se regodea con el conocimiento anticipado de los acontecimientos como si fuera un dios que controla la lluvia o los elementos. Llegó Ignatius, repasó sus notas y repartió los cafés con precisión. Ni un error. El secretario, que yo creo que en su interior esperaba un fallo fatal, me miró con cierta perplejidad. Como una orquesta bien coordinada todos sorbimos de nuestros vasos de papel a la vez y se produjo el desastre. El Secretario escupió su buche sobre la moqueta y bramó: ¿QUÉ DEMONIOS ES ESTA PORQUERÍA? Ya estaba hecho. Adiós Ignatius.

Como usted comprenderá no podemos mantener en una empresa tan seria y de cometido tan delicado a una persona incapaz de traer un café en condiciones… le dijo el Secretario como introducción a su despido. Salió Ignatius por el pasillito dejando atrás el cristal esmerilado y en unos días también desapareció mi hablar dulce y mi acento gallego. Todo había salido a pedir de boca. Era cuestión de tiempo que ese manazas metiera la pata, le dije al Secretario, cuando me lo crucé una tarde. ¡Qué razón tenía usted! ¡Menos mal que me lo advirtió!, y me recompensó con un ascenso a Negociado.

Una semana después nos llegó la noticia: Ignatius J. Reilly, nuestro Ignatius, se había suicidado. Tomó una manguera, la embocó al tubo de escape de su coche y la introdujo por la ventanilla. El monóxido hizo el resto. Alguien comentó que, de esa manera, Toole, el autor de La conjura de los necios, también se había suicidado. No pude evitar pensar un pobre, como su padre literario y sufrí un cierto estremecimiento al pensar que el despido bien podría ser la causa de que Ignatius hubiera actuado así, aunque nunca se sabe, y que yo hubiera tenido que añadirle, en un momento de descuido, sal al café de Secretario, porque Ignatius había traído el pedido perfectamente.

El leve estremecimiento, o remordimiento, se me pasó en cuanto regresé a mi nuevo despacho, amplio y luminoso, con ese olorcillo a caoba de la imponente mesa de Negociado, y el cartelito con mi nombre.

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