En el VIPS, ella tomaba sus tortitas con nata y dejaba, tras beber, un repulsivo círculo en el vaso, morado de su pinta labios y blanquecino por los restos de nata.
Terminó de masticar un bocado y me dijo:
-¿Sabes? He decidido no quererte.
Lo dijo así, como quién decide que dejará de tomar el copazo de anís del Mono tras las comidas porque le produce acidez, o que se dará de baja de los toros para la feria de San Isidro, o que este año no será abonado del Real Madrid, o que a partir de ahora acudirá al trabajo caminando, o tomará el café solo, o nunca mas verá una película española.
Yo, al recibir la noticia:
supongamos el Desfile de las Antorchas del Día del Desfile de las Antorchas, un 30 de enero de 1933, para conmemorar la llegada de Hitler al poder, imaginemos a cientos de miles de hombres con cientos de miles de antorchas que realizan un recorrido desde el Tiergarten hasta la Postdamer Platz, siguiendo por Leipzigstrasse, giran a la izquierda para enfilar la Wilhelmstrasse y pasan ante los edificios de la presidencia del Reich y de la Cancillería, para terminar en la Puerta de Brandenburgo, pues bien, todos esos hombres con todas esas antorchas, con todo ese poder lumínico y calorico, desfilando, en realidad, por las venas de mi cuerpo, ascendiendo por la aorta, bajando por la cava, quemando y arrasando todo a su paso, calcinando pulmones y pleura, chamuscando ventrículos y aurículas, carbonizando el corazón, convertido en carbón que jamás será un diamante, es decir, convertido más que en carbón en carbonilla.
Todo ese dolor ardiendo en mi pecho, los cientos de miles de antorchas y yo, capaz aún, de componer una sonrisa y asegurar:
-¿Has decidido no quererme? Qué bien...
Ella se ha terminado las tortitas y rebaña un poco de nata del plato.
Las gotas de sudor en mis sienes, las gotas de sudor empapan mi nuca, y yo fuerzo la sonrisilla mientras las antorchas incineran mi interior.
Ella eleva la mirada, primero insensible, pero, de pronto, suplicante:
-¿Puedo pedir otra ración de tortitas? Anda, ¡DI QUE SÍ!
Terminó de masticar un bocado y me dijo:
-¿Sabes? He decidido no quererte.
Lo dijo así, como quién decide que dejará de tomar el copazo de anís del Mono tras las comidas porque le produce acidez, o que se dará de baja de los toros para la feria de San Isidro, o que este año no será abonado del Real Madrid, o que a partir de ahora acudirá al trabajo caminando, o tomará el café solo, o nunca mas verá una película española.
Yo, al recibir la noticia:
supongamos el Desfile de las Antorchas del Día del Desfile de las Antorchas, un 30 de enero de 1933, para conmemorar la llegada de Hitler al poder, imaginemos a cientos de miles de hombres con cientos de miles de antorchas que realizan un recorrido desde el Tiergarten hasta la Postdamer Platz, siguiendo por Leipzigstrasse, giran a la izquierda para enfilar la Wilhelmstrasse y pasan ante los edificios de la presidencia del Reich y de la Cancillería, para terminar en la Puerta de Brandenburgo, pues bien, todos esos hombres con todas esas antorchas, con todo ese poder lumínico y calorico, desfilando, en realidad, por las venas de mi cuerpo, ascendiendo por la aorta, bajando por la cava, quemando y arrasando todo a su paso, calcinando pulmones y pleura, chamuscando ventrículos y aurículas, carbonizando el corazón, convertido en carbón que jamás será un diamante, es decir, convertido más que en carbón en carbonilla.
Todo ese dolor ardiendo en mi pecho, los cientos de miles de antorchas y yo, capaz aún, de componer una sonrisa y asegurar:
-¿Has decidido no quererme? Qué bien...
Ella se ha terminado las tortitas y rebaña un poco de nata del plato.
Las gotas de sudor en mis sienes, las gotas de sudor empapan mi nuca, y yo fuerzo la sonrisilla mientras las antorchas incineran mi interior.
Ella eleva la mirada, primero insensible, pero, de pronto, suplicante:
-¿Puedo pedir otra ración de tortitas? Anda, ¡DI QUE SÍ!
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