Cuando llegué al café, como siempre, el escritor me estaba esperando. Sobre su mesa varios libros desparramados, y unas hojas en las que escribía con su pluma: pura fachada, porque llevaba un mes encaramado a las listas del best-seller más vendido y ni siquiera lo había escrito él. Ahora, con la muerte de otro notable autor, con ese bombazo postmortem que se desataba al fallecimiento, su puesto a la cabeza de las listas se sentía amenazado. Noté preocupación en su gesto y traté de entretenerlo: le enseñé el libro que llevaba bajo el brazo y le pregunté: ¿A leído usted lo último de Maximiano Revilla? Me atravesó con su mirada como con un insulto, como si me dijera: ¡imbécil!, para sentenciar: No lo he leído, ni pienso hacerlo hasta que se muera. Entonces, ¡entonces estará a la moda!
Tenía razón, que demonios, así que me levanté y arrojé aquellas Consonancias de la voz a la papelera, con un ruidito vacío y metálico: como lo vacío de nuestra literatura.
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