-Madrid, 20 de octubre de 1940-:
-¡Date prisa, por Dios, Tato! -el Chocolate angustiaba con tantas urgencias a su aprendiz de la imprenta taurina. Debían empapelar todo Madrid con los cartelones, pero empapelarlo a base de bien. Toda la ciudad tenía que saberlo, estar perfectamente al tanto del acontecimiento porque no se trataba de una corrida más, no, que en ella se interesaba, nada menos, que el Palacio del Pardo.
El Chocolate nunca llegó a pasar de ser un
mero monosabio al que una inoportuna
cornada dejó cojo en la plaza de Chinchón, durante una aciaga tarde de fiestas
del pueblo, de esas veces en las que vienen mal dadas. Su aprendiz, Tato, que soñaba con llegar a ser torero
algún día, ponía empeño y ganas en la imprenta taurina, pero se le veía al
chico sin madera, ni para lo uno, un tanto corto a la hora de desenvolverse
entre prensas y tipos, ni para lo otro, lo del toreo, sin talento ni buenas
maneras.
Casi
siempre que se preparaba una corrida en las Ventas
les encargaban de la impresión de los carteles, pero para una ocasión tal, tan
solemne, las cosas se presentaron de muy diferente manera. Acudieron al taller
unos siniestros hombres del Palacio del Pardo, dictaron los endiablados textos
e incluso proporcionaron algunos de los elementos que deberían aparecer en la
composición del aviso. Era una labor compleja y de responsabilidad, un trabajo
difícil del que debía quedar satisfecho el mismísimo Caudillo.
El
Chocolate levantó el primer cartel y
lo miró a contraluz, para luego pasárselo al señor de traje oscuro que llevaba
toda la tarde de supervisor de la tarea y que parecía que los miraba algo
amoscado. El torero cojo exclamó orgulloso:
-¡El
propio Generalísimo quedará
satisfecho con esto! -el hombre asintió con la cabeza y les ordenó:
-¡Pues,
ea, a empapelar Madrid!
El
cartelón, de fondo totalmente rojo, un color que tal vez no era muy bien visto
por el régimen franquista, iba encabezado por un yugo y unas flechas en blanco.
Bajo ellas se leía: “PLAZA de TOROS de MADRID”, a lo que seguía una
extraordinaria cabeza de toro grabada a plumilla y tinta china. Tras el retrato
del animal ponía:
El domingo, 20 de octubre de 1940 (si el tiempo no lo impide y bajo la
presidencia... etc., etc., etc., con todos esos formulismos repetitivos
habituales) GRAN CORRIDA DE TOROS
organizada en honor de S.E. el REICHSFÜHRER S.S. HEINRICH HIMMMLER con
asistencia de las Autoridades y Jerarquías del Partido. SE LIDIARAN SEIS
MAGNIFICOS TOROS, 3 con divisa azul y encarnada de D. Bernardo Escudero, de
Madrid y 3 con divisa verde y grana de D. Manuel Arranz, de Salamanca. Espadas:
Marcial Lalanda, Rafael Ortega
“Gallito”, Pepe Luis Vázquez,
que confirmará la alternativa...
Luego,
seguía la monótona relación de los nombres de los picadores, los picadores
reserva y los banderilleros, las advertencias acerca del apartado de los toros
y el precio de la entrada: 2,50 pesetas.
El
cartel se cerraba, en su base, con una descomunal cruz gamada negra insertada
en un círculo blanco.
-Ha
quedado de rechupete -le murmuró el Chocolate
al Tato. Ambos se dirigían por la
calle de Alcalá, a la búsqueda de los lugares acostumbrados de pegada de los
carteles. El Chocolate arrastraba una
espectacular cojera y se tambaleaba al caminar entre los cubos y el engrudo que
transportaba con dificultad.
La
entrevista de Franco con Hitler en Hendaya se veía precedida por la visita de buena voluntad de Heinrich Himmler, el Reichsführer y jefe de las SS, con el objetivo de allanar el camino
de las relaciones. Con la visita, Himmler se convirtió en el miembro del
gobierno del Tercer Reich que con
mayor rango visitó España. Entró por Irún el diecinueve de octubre de 1940,
paró en San Sebastián, visitó la Diputación, el Palacio de San Telmo, el
Club Náutico y el Monte Igueldo. Tras almorzar se marchó
a Burgos para conocer la Cartuja y la Catedral y, a las once de la noche, a
bordo de un tren especial, se encaminó en dirección a Madrid, ciudad a la que
llegó el domingo veinte.
Tras las
preceptivas recepciones y la entrevista en el Pardo con Franco, Himmler acudió
esa tarde a los toros. El Chocolate y
el Tato desempeñaron bien su trabajo
y, en el trayecto que lo condujo a la plaza, Himmler pudo ver desde su coche un
buen número de cartelones adornados con la esvástica, pegados por las paredes y
las vallas de las calles.
Se
acomodó en el palco, saludó con la mano en alto y dio comienzo la corrida. Allí
permanecía impenetrable, con ese diminuto rostro que todo lo oteaba detrás de
sus ridículas gafitas, como un búho al acecho de sus presas, sin dejar de mirar
en derredor de la plaza como anonadado, pensativo, inmerso en asuntos y
problemas ajenos a la estúpida y sangrienta corrida de toros que lo aburría
mortalmente. Göring ya le advirtió de que, si viajaba a España, le obligarían a
pasar por esa barbaridad de la que los españoles se sentían tan orgullosos.
¡Que salvajes! ¡Cuanta sangre! ¡Qué inhumanidad!
Dos
aficionados entrecruzaron con disimulo varias frases acerca de la presencia de
Himmler en la plaza:
-¿Pero
qué puede saber ese cabeza cuadrada
de toros?
-¡Shhh!
¡Baja la voz Manolo, no sea que te oigan!
-Me
apuesto lo que quieras a que no se entera de nada. ¿Pero es que no le ves la
cara de estúpido que tiene?
Himmler
no durmió muy bien esa noche, asaltado por sangrientas pesadillas relacionadas
con la corrida de toros. Al día siguiente, vio El Escorial y viajó a Toledo
para recorrer el Alcázar. Ensimismado, rumiaba sus ideas, hastiado de España.
Al visitar un monasterio benedictino y contemplar una imagen de la Virgen con el Niño manifestó, ante la
incredulidad de unos acompañantes que en absoluto se atrevieron a mostrarse en
desacuerdo:
-Ambos
son, indiscutiblemente, de origen nórdico.
Al día siguiente, marchó a Barcelona y, desde
allí, salió en avión con destino a Alemania y a la búsqueda de ese destino que lo
aguardaba: un pomo de cianuro y los soviéticos a sangre y fuego sobre la ruinas
de Berlín.