-Afueras de París, veintiuno de junio de 1940-
El once de
noviembre de 1918, con el enfermo de Pasewalk sumido por entonces en
reflexiones y negros presagios, anegado en sus densos deseos de venganza, tan
densos y tan negros como la estática humareda que permanece tras el impacto de
un obús, ese día, a las cinco y diez de una fría y neblinosa madrugada entre la
nieve, dos vagones de ferrocarril coincidieron en un claro del bosque de
Compiègne, a cincuenta kilómetros al norte de París.
Uno de los
convoyes pertenecía a los aliados y, el otro, a los alemanes. Los derrotados
fueron invitados al vagón número 2419 D, el vagón del mariscal Foch. En su interior les aguardaba una mesa
rodeada de diez sillas y sobre la mesa diez documentos que expresaban las
condiciones de una rendición mucho más de diez veces humillante. Esa misma
mañana se efectuaba el alto el fuego en todos los frentes, ya demasiado tarde
para August Macke y Franz Marc, demasiado tarde ya para el soldado Oskar
Pollak... Una rendición demasiado insoportable para el enfermo de Pasewalk que,
al enterarse, se mordía los puños en su habitación del sanatorio y juraba
venganza...
Desde entonces, Francia
acondicionó el lugar del carrefour de
l´Armistice como una zona histórica y monumental: dos losas de granito
señalaban el punto exacto en donde se detuvieron los trenes de las potencias
contendientes. El vagón, en cuyo interior se firmó el acto final de la Gran
Guerra, se exhibía en una nave construida a propósito muy cerca de allí. En
1937 se le añadió al conjunto la estatua del mariscal Foch, colocada junto a un
bloque de granito en el que se podía leer: Aquí,
el once de noviembre de 1918, sucumbió el orgullo criminal germano, vencido por
los pueblos libres que intentó esclavizar. Cerca de dicha inscripción, se
erigía el monumento memorial de Alsacia-Lorena que presentaba una impresionante
águila de bronce en referencia a los alemanes, caída y atravesada por una
enorme espada aliada. Otra leyenda recordaba a los heroicos soldados de Francia, defensores de la patria, gloriosos
liberadores de la Alsacia y la Lorena.
Aquella paz fue una paz
vergonzosa para los derrotados, un abuso, una paz que manchó de oprobio al
bando vencedor, emborrachado en su gloriosa victoria y que no supo, en
absoluto, perdonar. Una paz que sentó las bases de toda la venganza, de la
carnicería posterior. Al menos, así lo entendía el enfermo de Pasewalk, que se
prometió devolverles la jugada a los franceses en el mismo lugar. Y lo
consiguió.
A las tres y cuarto de
la tarde de un espléndido veintiuno de junio de 1940, Hitler, acompañado de
Göring y sus acólitos más siniestros, pisó la tranquila zona en donde veintidós
años atrás Alemania se había rendido al mariscal Foch. Los alemanes se tomaron
la molestia de trasladar el ajado y carcomido vagón de Foch desde el pabellón
en el que se exponía hasta la zona exacta del encuentro original, para recrear,
con la mayor exactitud posible, el cuadro del armisticio de 1918, pero a la inversa.
Hitler siempre supo ser vengativo.
La delegación alemana se
apeó de sus coches frente al memorial de Alsacia-Lorena, cubierto de banderas
con la esvástica que no permitían la lectura de las inscripciones ni la visión
del águila del Reich atravesada por
la espada aliada. Sin embargo, el Führer
no pudo evitar leer el bloque de granito, que no se encontraba tapado en su
totalidad, y engulló de muy mala gana lo de sucumbió
el orgullo criminal germano vencido por los pueblos libres que intentó
esclavizar. No llegó a montar en cólera,
pensó que todo eso ya daba igual, no se trataba más que de una vetusta
historia que él mismo se encargaba de enmendar, de cambiar. Allí, se iban a
escribir nuevas y mucho más brillantes páginas... ¿Acaso no pertenecía ya París
al Tercer Reich? Y también debió de
acordarse de cuando convalecía en Pasewalk: ahora, el enfermo de Pasewalk se
cobraba la deuda. El oprobio de los cuatrocientos
cuarenta y ocho artículos de Versalles iba a ser, definitivamente,
limpiado.
Hitler ocupó en el
interior del vagón la misma silla en la que aposentó sus ilustres posaderas el
mariscal Foch. En apenas cinco minutos la delegación francesa apareció en
escena, con el general Huntziger a la cabeza y con el mariscal Petaín a su
lado, entre otros prebostes.
El general Keitel leyó
los términos de la rendición francesa y el resto fue historia, tal y como
deseaba Hitler: el Gobierno francés capituló y el vagón del mariscal Foch fue
trasladado a Berlín. Se expuso durante un tiempo en Lustgarten, hasta que fue destruido por las SS en el año 1943. Además, se desmanteló todo el complejo y, por
supuesto, el insultante monumento de la Alsacia-Lorena.
Adolf Hitler, al bajar
del vagón de la firma, expresó su alegría con una amplia sonrisa, con un
nervioso palmoteo sobre uno de sus muslos y con una irreverente elevación de la
pierna derecha a modo de improvisado pasito de baile. Se le abría un futuro tan
prometedor desde allí...
Francia pudo restaurar
el complejo del carrefour al termino
de la Segunda Guerra Mundial pero el vagón de Foch que se exhibe allí
actualmente no es el original, algo que no advierten al incauto turista. O
quizás no desean recordárselo al visitante como, también, prefieren ignorar
que, sin el orgulloso y humillante armisticio que se firmó allí en el 1918, tal
vez la Bliztkrieg no hubiera asolado
Europa, ni las hordas de la Wehrmacht
violentado las fronteras de Polonia, ni Alemania podría haber esgrimido la
resentida paz derivada de la Gran Guerra como una burda justificación de todo
el horror desencadenado posteriormente...
Como, tampoco, nunca
hubiese sucedido nada, si un amargado profesor de la Academia de Bellas Artes
de Viena no considerara necesario suspender, una vez más, el examen de acceso
del alumno-candidato Adolf Hitler por dibujar pocas cabezas; sí, pintó muchos paisajes... pero escasas personas
en ellos.
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