sábado, 16 de junio de 2012

Yagoda descubre la existencia de Dios


-Cárcel de la Lubyanka, Moscú, en el mes de marzo de 1938-:

Varlaam Maximov fue un poeta comprometido con la causa estalinista: además de un ferviente defensor de la colectivización agraria, que mató de hambre a millones de ucranianos, delató implacablemente a sus camaradas escritores a quienes entregaba, indefensos, a las insaciables fauces de la policía política, acusados con falacias que los conducían al paredón o al lager. No era de extrañar que Maximov, rapsoda de la construcción y de la electrificación, trovador del estajanovismo, fuera calificado como el mayor poeta vivo de la historia soviética, protegido y mimado por Stalin ante la fidelidad demostrada. Ahora, un dieciocho de junio de 1935, el gran personaje acababa de fallecer para, así, ascender a la gloria y ocupar un sitio en el panteón de las letras.

Un afamado escultor del régimen tomó en escayola una mascarilla de la cara y moldes de las manos, un equipo de médicos preparaba ya su instrumental para llevar a cabo el embalsamamiento del cuerpo. Maximov destacaría en su lugar de honor en el muro del Kremlin, enterrado cerca de otras ilustres personalidades. La casa del escritor, nacido en una aldea cercana a Odessa, hacía años ya que fue reconvertida en un museo al que peregrinaban muchos seguidores y los retratos de Stalin y Gorki, el otro gran intelectual del pueblo, compartían paredes con el de Maximov. Hasta un sello de correos presentaba a esa misma troika con la bandera de la hoz y el martillo al fondo y la palabra “proletarios” entre combativos signos de admiración.

La ceguera del poeta, juguete en manos del cruel régimen, fue tal que no llegó a percatarse nunca de que el sistema al que tanto laudaba mató a su propio hijo, Ivan, porque daba evidentes muestras de disidencia con la realidad estalinista. Los jefes supremos de la policía y de los sistemas represivos del estado acordaron asesinarlo, no fuera que el vástago influyera en la conciencia de su padre y corrompiera al intelectual.

Un amigo del muchacho, vendido al NKVD -el aparato policial que con el paso de los años cambiaría la piel de sus siglas por las escamas no menos terroríficas de KGB- se encargó de emborracharlo con el sabroso Narzak, una mezcla de coñac y agua mineral Narzán, y luego procuró que durmiera la resaca a la intemperie. A la tercera ocasión en que se repitió el proceso la ya de por sí quebradiza salud de Ivan no lo soportó. Despertó tiritando sobre la nieve del parquecillo hasta donde lo condujo la noche anterior su traidor amigo, helado por las corrientes de aire que prendieron en su pecho y desencadenaron una pulmonía. La muerte del hijo desmenuzó el espíritu de Varlaam Maximov, que apenas aguantó con vida un par de años más, como ido y sin arrestos.

Una muchedumbre de notorios velaba el cadáver de Maximov en la lujosa dacha que poseía a las afueras de Moscú, tal vez impropia para un cantor del comunismo. De repente, entre los gemidos de las plañideras y el ambiente crispado por la temblorosa mano del wodka que siempre se apoderaba de los duelos, se deslizó un silencio reverencial que los personajes guardaron en la habitación más por temor a Stalin que por respeto al muerto; el Gran Camarada Stalin acababa de entrar en la salita en donde se encontraba el ataúd del poeta, acompañado por un cortejo de burócratas entre los que destacaba Guénrij Yagoda, por entonces comisario del NKVD y responsable de innumerables purgas, asesinatos políticos, juicios sumarísimos... especialista en montar acusaciones partiendo de las pruebas más peregrinas –y el auténtico padre del plan que terminó con la vida del hijo de Maximov-.

El secretario personal de Maximov –también confidente del NKVD- se acercó a Stalin y le tendió un manuscrito. Era lo último que compuso el poeta, un panegírico en verso sobre la primera central hidroeléctrica de la URSS, levantada sobre el río Voljoz y recientemente terminada, además de unas glosas sobre la construcción del canal que unía el Báltico con al mar Blanco, más de doscientos kilómetros de obras en las que perecieron decenas de miles de presos, entre ellos los escritores acusados por el poeta, compañeros de letras que pasaban por ser amigos suyos y que terminaron como mano de obra en los campos de Siberia.

Stalin miró fijamente el féretro en donde reposaba el prócer. En la imaginación del tirano bullían ya los fastos que organizaría para mayor gloria del vate, así como los aniversarios y juegos florales que llevarían su nombre. Saboreaba el fruto político y propagandístico que obtendría del óbito del escritor cuando, de repente, una voz cavernosa rasgó el negro mutismo para aseverar:

-¡Es cierto, Dios existe!

Todos miraron espantados hacia el lugar de donde brotaron palabras tan infames e insensatas, agravadas al ser pronunciadas en presencia del Gran Camarada. Ante el estupor general, el cuerpo del poeta Maximov acababa de incorporarse y era él quien acababa de articular tamaño despropósito. Inmediatamente después, como satisfecho tras desembuchar la terrible certeza de la que ahora ya podía estar bien seguro tras su viaje al más allá, se desplomó de nuevo para recuperar su eterna placidez ultraterrena.

Stalin, azorado, ordenó a Yagoda silenciar aquel suceso sorprendente ante el que no podía encontrarse una explicación lógica. Maximov fue borrado de la historia de la URSS: se suprimió su nombre de todos los documentos y sus cenizas fueron esparcidas en una fosa común. El poeta fue eliminado con sutiles retoques de las fotografías oficiales y la totalidad de su obra, elegida para altares y gloria, desapareció sin dejar rastro. Nunca existió, igual que les sucedió a Mandelsthan, Ajmatova y Babel. Paradójicamente, Maximov corrió idéntico destino que los escritores a quienes acusó en sus numerosas delaciones…

***

-¡Es cierto, Dios existe!

-¿Qué dice? –le preguntó a Yagoda el agente del NKVD que instruía la declaración de su ex jefe.

-¡Es cierto, es cierto… de todas formas, Dios existe! –gritaba con insistencia, tres años después, el mismísimo Guénrij Yagoda, asaltado por el recuerdo de cuando estuvo presente en la dacha de Maximov y fue testigo de la efímera resurrección del poeta. Ahora, el que otrora fuera destacado arquitecto de la represión, se encontraba recluido en una celda de la Lubyanka, caído en desgracia por intrigas políticas y acusado durante el Tercer Proceso de Moscú.

-Es sencillo... –le aclaró desde el otro lado de los barrotes de acero-. De Stalin no he merecido otra cosa que el desagradecimiento por los servicios prestados… pero de Dios he merecido el castigo más severo. He incumplido todos sus mandamientos miles de veces... ¡Y mira ahora dónde me encuentro y juzga tú mismo si Dios existe o no!

Yagoda, como Maximov, creyó en Dios en el momento supremo y, como le sucedió al poeta, fue borrado de las fotos, de los archivos y de la Historia, aunque sus crímenes, como los crímenes de Stalin, nunca pudieron ser escamoteados, por mucho que intentaron alterarse los hechos preñándolos con mentiras.

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