-Cárcel de la Lubyanka, Moscú, en el mes de marzo de
1938-:
Varlaam Maximov fue un poeta comprometido con
la causa estalinista: además de un ferviente defensor de la colectivización
agraria, que mató de hambre a millones de ucranianos, delató implacablemente a
sus camaradas escritores a quienes entregaba, indefensos, a las insaciables
fauces de la policía política, acusados con falacias que los conducían al
paredón o al lager. No era de
extrañar que Maximov, rapsoda de la construcción y de la electrificación,
trovador del estajanovismo, fuera
calificado como el mayor poeta vivo de la historia soviética, protegido y
mimado por Stalin ante la fidelidad demostrada. Ahora, un dieciocho de junio de
1935, el gran personaje acababa de fallecer para, así, ascender a la gloria y
ocupar un sitio en el panteón de las letras.
Un afamado escultor del régimen tomó en
escayola una mascarilla de la cara y moldes de las manos, un equipo de médicos
preparaba ya su instrumental para llevar a cabo el embalsamamiento del cuerpo. Maximov
destacaría en su lugar de honor en el muro del Kremlin, enterrado cerca de otras ilustres personalidades. La casa
del escritor, nacido en una aldea cercana a Odessa, hacía años ya que fue reconvertida
en un museo al que peregrinaban muchos seguidores y los retratos de Stalin y
Gorki, el otro gran intelectual del pueblo, compartían paredes con el de
Maximov. Hasta un sello de correos presentaba a esa misma troika con la bandera de la hoz y el martillo al fondo y la palabra
“proletarios” entre combativos signos
de admiración.
La ceguera del poeta, juguete en manos del
cruel régimen, fue tal que no llegó a percatarse nunca de que el sistema al que
tanto laudaba mató a su propio hijo, Ivan, porque daba evidentes muestras de
disidencia con la realidad estalinista. Los jefes supremos de la policía y de
los sistemas represivos del estado acordaron asesinarlo, no fuera que el
vástago influyera en la conciencia de su padre y corrompiera al intelectual.
Un amigo del muchacho, vendido al NKVD -el aparato policial que con el
paso de los años cambiaría la piel de sus siglas por las escamas no menos
terroríficas de KGB- se encargó de
emborracharlo con el sabroso Narzak,
una mezcla de coñac y agua mineral Narzán,
y luego procuró que durmiera la resaca a la intemperie. A la tercera ocasión en
que se repitió el proceso la ya de por sí quebradiza salud de Ivan no lo
soportó. Despertó tiritando sobre la nieve del parquecillo hasta donde lo
condujo la noche anterior su traidor amigo, helado por las corrientes de aire
que prendieron en su pecho y desencadenaron una pulmonía. La muerte del hijo
desmenuzó el espíritu de Varlaam Maximov, que apenas aguantó con vida un par de
años más, como ido y sin arrestos.
Una muchedumbre de notorios velaba el cadáver
de Maximov en la lujosa dacha que
poseía a las afueras de Moscú, tal vez impropia para un cantor del comunismo.
De repente, entre los gemidos de las plañideras y el ambiente crispado por la
temblorosa mano del wodka que siempre se apoderaba de los duelos, se deslizó un
silencio reverencial que los personajes guardaron en la habitación más por
temor a Stalin que por respeto al muerto; el Gran Camarada Stalin acababa de entrar en la salita en donde se
encontraba el ataúd del poeta, acompañado por un cortejo de burócratas entre
los que destacaba Guénrij Yagoda, por entonces comisario del NKVD y responsable de innumerables
purgas, asesinatos políticos, juicios sumarísimos... especialista en montar
acusaciones partiendo de las pruebas más peregrinas –y el auténtico padre del plan que terminó con la vida
del hijo de Maximov-.
El secretario personal de Maximov –también
confidente del NKVD- se acercó a
Stalin y le tendió un manuscrito. Era lo último que compuso el poeta, un
panegírico en verso sobre la primera central hidroeléctrica de la URSS, levantada sobre el río Voljoz y recientemente terminada, además
de unas glosas sobre la construcción del canal que unía el Báltico con al mar
Blanco, más de doscientos kilómetros de obras en las que perecieron decenas de
miles de presos, entre ellos los escritores acusados por el poeta, compañeros
de letras que pasaban por ser amigos suyos y que terminaron como mano de obra
en los campos de Siberia.
Stalin miró fijamente el féretro en donde
reposaba el prócer. En la imaginación del tirano bullían ya los fastos que
organizaría para mayor gloria del vate, así como los aniversarios y juegos
florales que llevarían su nombre. Saboreaba el fruto político y propagandístico
que obtendría del óbito del escritor cuando, de repente, una voz cavernosa
rasgó el negro mutismo para aseverar:
-¡Es cierto, Dios existe!
Todos miraron espantados hacia el lugar de
donde brotaron palabras tan infames e insensatas, agravadas al ser pronunciadas
en presencia del Gran Camarada. Ante
el estupor general, el cuerpo del poeta Maximov acababa de incorporarse y era
él quien acababa de articular tamaño despropósito. Inmediatamente después, como
satisfecho tras desembuchar la terrible certeza de la que ahora ya podía estar
bien seguro tras su viaje al más allá, se desplomó de nuevo para recuperar su
eterna placidez ultraterrena.
Stalin, azorado, ordenó a Yagoda silenciar
aquel suceso sorprendente ante el que no podía encontrarse una explicación
lógica. Maximov fue borrado de la historia de la URSS: se suprimió su nombre de todos los documentos y sus cenizas
fueron esparcidas en una fosa común. El poeta fue eliminado con sutiles
retoques de las fotografías oficiales y la totalidad de su obra, elegida para
altares y gloria, desapareció sin dejar rastro. Nunca existió, igual que les
sucedió a Mandelsthan, Ajmatova y Babel. Paradójicamente, Maximov corrió
idéntico destino que los escritores a quienes acusó en sus numerosas delaciones…
***
-¡Es cierto, Dios existe!
-¿Qué dice? –le preguntó a Yagoda el agente
del NKVD que instruía la declaración
de su ex jefe.
-¡Es cierto, es cierto… de todas formas, Dios
existe! –gritaba con insistencia, tres años después, el mismísimo Guénrij
Yagoda, asaltado por el recuerdo de cuando estuvo presente en la dacha de Maximov y fue testigo de la
efímera resurrección del poeta. Ahora, el que otrora fuera destacado arquitecto
de la represión, se encontraba recluido en una celda de la Lubyanka, caído en desgracia por intrigas políticas y acusado
durante el Tercer Proceso de Moscú.
-Es sencillo... –le aclaró desde el otro lado
de los barrotes de acero-. De Stalin no he merecido otra cosa que el
desagradecimiento por los servicios prestados… pero de Dios he merecido el
castigo más severo. He incumplido todos sus mandamientos miles de veces... ¡Y
mira ahora dónde me encuentro y juzga tú mismo si Dios existe o no!
Yagoda, como Maximov, creyó en Dios en el
momento supremo y, como le sucedió al poeta, fue borrado de las fotos, de los
archivos y de la Historia, aunque sus crímenes, como los crímenes de Stalin,
nunca pudieron ser escamoteados, por mucho que intentaron alterarse los hechos
preñándolos con mentiras.
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