-En París, 14 de junio de 1940-
No, no puede creerlo: ya están allí, de nuevo,
junto a él, en el corazón de Francia, en París, en la capital, ahora desfilan
triunfales por delante mismo de su estudio, ¡incluso pasaron por debajo del
Arco del Triunfo! Era la venganza de cuando Napoleón cruzó bajo su maldita
Puerta de Brandenburgo… ¿No quedará un lugar en el mundo a salvo de ellos?
Con sigilo, Kandinsky descorrió el visillo de
la ventana de su estudio y contempló la amplia formación de soldados alemanes
que desfilaban en dirección al final de la calle. La columna, con esos
aterradores uniformes, se perdió en lontananza y comenzaron a pasar sidecares,
después algunas piezas de artillería ligera y, por último, camiones y
camionetas repletos de soldados, así como algún carromato tirado por caballos. Obligaban
a la gente a hacer el saludo nazi, muchos de ellos rompían a llorar, aterrados,
acobardados. En sus muecas parecían los pucheros de unos enormes niños pequeños
ofendidos y desalentados.
El petardeo de los tubos de escape se
extravió entre el eco que resonaba en el adoquinado. Desolado, se ocultó tras
el visillo, desquiciado por los logros de Hitler: Francia fue aplastada sin miramientos,
tan fácilmente... Si las cosas seguían así, ¿sería verdad eso del Reich Milenario?
Empezó a pensar en escapar de allí, en correr a los Estados Unidos, un refugio,
¡necesitaba un refugio!, pero su salud tampoco era muy buena… ya no podía
asegurar que fuera capaz de conseguirlo. Además, no gustaba a las autoridades,
su arte era perseguido, era un ruso, estaba condenado. Con esa carta de
presentación le sería muy difícil salir del país en el que se encontraba, un
país que ya no sabía como denominar: si Francia, si Alemania, si una parte del
Reich... Francia había seguido los mismos pasos que Polonia, y caminaba,
obcecado Hitler en ello, a su extinción.
El tibio calor de junio asfixió a Kandinsky
que, con gran dificultad para respirar, ganó un sillón y se desplomó
angustiado. No, no se encontraba bien... empezó a barajar la posibilidad de
morir allí, entre gente extraña, en un país extranjero, circunstancias
accesorias que no le importaban tanto como expirar entre la ocupación nazi…
Soñó con sus cuadros, de puntos y líneas,
brutalmente pisoteados por cuero y botas militares, soñó con sus cuadros, de
color y curvas, ennegrecidos por el hollín de los Panzer, soñó con sus cuadros,
de geometrías, aplastados bajo las orugas… soñó, soñó, soñó, con que sus
pinturas se viraban al blanco y negro, entre nubarrones de humo y descargas de
fusilería. Sintió su corazón como los arrabales de un pueblecillo en Borgoña,
asediado por las tropas, apenas unas casitas incendiadas y la escasa
resistencia popular pasada por las armas en la tapia del cementerio…
Al darse cuenta de eso, de que con sus ya
setenta y cuatro años bien podrá morir como un perro, y entre los nazis, rompió
a llorar desconsolado.
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