Llevaba varios días acudiendo allí: había construido
artesanalmente, con mis manos, todas las estanterías, los muebles, los
aparadores, en donde ella, despacio, a medida que, ahora, voy rematando mis
obras, va colocando sus libros: con cariño, con infinito amor: su Tolstoi, su
Proust, su Goethe, su Dostoievski y por supuesto, por encima de todos ellos: su
Kafka.
El penúltimo día: al terminar la
jornada, sudoroso, me trajo un vaso de agua fría con limón en recompensa a mi
complicado montaje final. Después, acercó una de las cajas repleta de libros y
extrajo al azar un volumen para colocarlo en el estante, a modo de prueba. Lo
miró, tomó distancia, le pareció bien como quedaba. Yo estaba allí plantado,
con en vaso en la mano, y como el silencio resultaba incómodo leí en voz alta
el título del libro impreso en su lomo: Noche y Niebla, dije. No le gustaría,
me replicó. Pensé que era una forma como otra cualquiera de insultarme, de
abrir la distancia entre un carpintero y ella, toda una mujer: bellísima. En
ese momento me atravesó su pequeño cuerpo tan poderoso, con esos glúteos firmes
y marcados, y sus pechos, grandes y robustos... No le gustaría porque es un
libro duro; duro y triste, repleto de amargura. Y usted no parece ser así: por
eso no, no le gustaría… pero este otro libro tal vez le agrade, lléveselo y ya
me dice... Con vergüenza, sentía mi cara como un globo colorado, tomé el
volumen que me extendía. Al tocarnos las manos ella no pudo evitar un comentario:
¡qué manos tan suaves! Le faltó añadir: para un carpintero, pero esa
desagradable apostilla quedó flotando de aquella boca que ya me obsesionaba.
Relato Soñado, musité. En efecto, una obrita menor de Schnitzler, pero creo que
le gustará… ¿Vio la película? Ignoraba a qué película se refería. Sí, Eyes Wide
Shut, la de Kubrick, su testamento cinematográfico… Ella, evidentemente,
ignoraba a ratos, o quería ignorarlo, que hablaba con un carpintero poco ducho
en ese mundo de la cultura que, seguro, compartía con sus amigotes en las
tardes de viernes de filmoteca y minifalda, cuando los calentaba hablando de
cosas como aquellas, cineastas de culto y novelitas de escritores rusos, o
alemanes… Seguro que echaba polvo tras polvo con ese discurso, que aquello le
funcionaba muy bien para revolcarse en la cama, en esa cama que ahora yo podía
ver al fondo del cuarto, por la puerta entreabierta (¿entreabierta a
propósito?) y en donde la imaginaba crujiendo entre mis brazos, mis dedos
penetrando por entre los espacios de sus costillas. Tomé el libro, meneé la
cabeza demostrando mi total desconocimiento de todo lo que me contaba y me
marché al refugio de mi furgoneta con el Schnitzler bajo el brazo y una
vergonzosa erección.
El último día: regresé porque me
restaban unos ajustes, unos pequeños ajustes y estaría ya listo del todo.
Después, quizás cualquier vieja de Akron, con esas mansiones que olían a
orines, me requerirían para tirar un muro de pladur y hacer mayor sitio para su
gato. Cuando ella me abrió la puerta se percató de mi aspecto, de inmediato:
que mala cara trae, constató sin el menor cuidado, y era cierto: las ojeras de
toda una noche en vela, una noche en vela tras leer el libro que ella me había
dejado, que tampoco me pareció gran cosa... pero debo confesar algo: arrojé el
Schnitzler al asiento de al lado de la furgoneta sin prestarle mayor atención,
resuelto a ni mirarlo, pero durante el trayecto a mi casa un suave perfume como
a violetas emanaba del volumen e impregnaba el habitáculo. Mis ojos, sin
poderlos dominar, fugazmente al principio, y fijamente después, mis ojos bien
abiertos, desmesuradamente abiertos, no podían dejar de buscar el libro, el
origen de todos los olores, y mi excitación se hacía cada vez más insoportable.
En una de esas ocasiones, separé la vista de la carretera para imantarlos en el
libro y aspirar con fuerza el perfume, mientras con una mano buscaba mi
entrepierna, no lo podía soportar, y empecé a masturbarme hasta que me salí en
una curva. Fue un susto, pero cosa de nada. La velocidad era moderada, ya era
tarde y apenas había tráfico y atravesaba en esos momentos una zona
residencial. Aún así, me asusté bastante, pero en ello hubo algo placentero, y
con la furgoneta acaballada sobre un escalón lateral, terminé de correrme
aullando como nunca antes pensé que lo haría. En el éxtasis final me aproximé
el libro a la cara para beberme ese perfume que nacía de entre sus tapas y me
prometí que al día siguiente, pasara lo que pasara, aquella mujer sería mía,
por las buenas o por las malas. Luego, esa noche, me la pasé en blanco, leyendo
el Schnitzler.
Así que allí estaba ahora, yo,
con las ojeras, la mañana pintada en la cara y todo lo demás: mi intención de
llevarla a la cama. Un short vaquero muy corto y sus muslos parecían como
embutidos. Le entregué de vuelta su librito y se agachó un poco para colocarlo
en un estante bajo: la cuerda del tanga inmediatamente me disparó el deseo. Al
incorporarse y mirarme a la cara su rostro estaba arrebolado, y la enorme
sonrisa apenas podía entenebrecer el escote de su camiseta de tirantes: no
llevaba sujetador y unos pezones pequeños se adivinaban puntiagudos. ¿Le ha
gustado el libro? Compuse una mueca desencantada. Ya le dije que era una obrita
menor… argumentó para darme la razón a mi escaso entusiasmo. Y resolvió que
viéramos la película. Era la mejor forma de poder comparar. Y no sé bien como,
no lo sé, pero al poco rato estaba sentado a su lado. Ella: descalza ponía los
pies encima de la mesa con las uñas pintadas de lila, y en el televisor la
película… una fulana rubia y desnuda se dejaba tocar las tetas por un chulillo
de sonrisa retorcida, aquello no tenía mucho que ver con el libro de
Schnitzler… Sus pies: de pronto sobre mis piernas, y después acariciándome el
pene y después mi lengua entrelazada con la suya y la zorra de la tele hacía el
guarro y se paseaba mostrando el culo y yo estaba en la cama introduciendo mis
dedos entre aquellas costillas mientras ella gemía y me plantaba los pechos de
violetas en la cara y entonces se puso encima y bailó sobre mi sexo hacia
adelante y hacia atrás y las violetas envenenaron el ambiente y
¡Vamos, despierta!
Cuando abrió los ojos apenas
entendía en donde estaba. Hacía calor allí dentro y el polvo del suelo se le
pegaba a la garganta. Un montón de virutas de madera apilado en una esquina. Varios
vecinos lo rodeaban impidiéndole respirar. Cuando se separaron logró recuperar
el aire y pudo incorporarse. Por la puerta vio el blanco hirviente del paisaje
desolado que reverberaba bajo un sol de horizontes vaporosos. Alguien le trajo
una jarra con vino de Josafat para que tomara un trago reparador. Bebió un
sorbo caliente y amargo, recio, que se arrastró como una torrentera de arena
por la garganta. Era como el anuncio de una sangre espesa, de una sangre
derramada por algún motivo y sin sentido que, acaso, en aquellos instantes, no
llegó a comprender. Cerró los ojos con la esperanza de que, al abrirlos,
estaría de nuevo allá, con ella, los dedos entrelazados en sus costillas y el
aroma a violetas. Imposible: ni rastro del aroma a violetas. Apestaba a los
pies de sus vecinos preocupados, a sandalias de cuero rancio recalentadas y en
las sucias plantas los terrones de una tierra negra y cuarteada por la sed. Le
palmeaban amistosamente la espalda. Al fondo, María, su mujer, lo miraba con el
susto en la mirada, pero una sonrisa luminosa terminó de traerlo de vuelta. Sí,
se había desmayado, era ridículo en un hombretón como él, cuando ella le había
dado la increíble noticia… Se había desplomado como un bobo y había tenido un
sueño de lo más extraño. Aún recordaba a la rubia desnuda y a la mujer de la
cama y los grandes pechos de violetas… Cierto, María olía a violetas, él no
sabía muy bien cómo lo conseguía, debía ser algún ungüento comprado a un viejo
mercader sirio… entonces, sintió mucha vergüenza, acrecentada cuando uno de sus
vecinos se le aproximó, le cacheteó la cara y lo felicitó por su próxima
paternidad, recién anunciada.
María sonreía desde una esquina
de la habitación, bañada en la luz de la tarde calcinada y, no muy lejos de
allí, los huesos blanqueados de alguna caballería famélica arrojados en mitad
del secarral bajo el río de chicharras, cerca de donde, después, ardería la
zarza… Y María sonreía y, con cada sonrisa, expandía un perfume de violetas
mientras con sus manos se acariciaba el vientre.
¡Te lo mereces, José! Eres un
buen hombre…
Y esas palabras, “buen hombre”,
se le clavaron a José como las astillas le pellizcaban las palmas de las manos
cuando lijaba alguna cuna o remataba un ataúd, unas palmas de las manos que,
ahora, en su azoramiento, trataban de ocultar la parte de la túnica que delataba,
con un cerco, la abundancia de la polución, ya medio seca por el calor, que
se le iba pegando con pequeños tironcillos a la piel y que abdicaba, así, con aquel
reinado de años de impotencia.
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