Bernhard, Trastorno:
“Nos hemos confiado a las tinieblas como a una ciencia”.
Reflexiones de una mente enferma sobre el mal de la escritura
Bukowski, del libro de poesía La gente parece flores al fin:
“no hay nada en el aire salvo
nubes, no hay nada en el aire
salvo lluvia, la vida de cada cual es muy corta para
encontrar significado y
todos los libros casi un
desperdicio”.
Bernhard: Trastorno:
“Pienso una y otra vez que estoy abandonado. Y siento esa idea como la más repugnante de las ideas: estar abandonado. La soledad es el camino de los hombres hacia la repugnancia”.
Sí, el padre Gago: ese cura de traje gris: alzacuellos blanco: con su eterno aspecto aseado: impecable: que recién terminado el bisbiseo con un ¡Jesús! ordenaba ¡papelucho!: ese: disfrutaba de las tres comidas gratis en el comedor del internado y como vivienda poseía una habitación privada en el piso de arriba. Por cierto, que ese piso de arriba, en donde habitaban la mayoría de los curas, siempre fue un lugar misterioso y aterrador para los alumnos: algo prohibido y peligroso, una Terra Incógnita inaccesible e inexplorable que causaba desazón entre los muchachos. A Alejandro, lo que más le inquietaba del piso superior era que los curas se quedaran allí, siempre allí, entre los muros desiertos y silenciosos, cuando acababan las clases, cuando los internos ya dormitaban en sus habitaciones, o durante los fines de semana en que los chavales abandonaban el colegio para visitar a sus familias: era como si los sacerdotes formasen una parte indivisible con el edificio.
No creía, o no deseaba creerlo aunque en el fondo lo sabía, que Gago fuera como todos los demás curas del colegio: tan cura que hasta daba la misa. Por eso, sintió una profunda decepción, una desagradable nausea al ver oficiar al padre Gago: porque aunque llevara el alzacuellos colocado durante las clases, Alejandro prefería pensar que el alzacuellos del padre Gago no era más que un molesto adorno, como una persona encorbatada no es necesariamente un ejecutivo, un oficinista o un padrino de bodas; su ilusión se esfumó al contemplar como elevaba el cáliz con devoción y provocaba la misteriosa transubstanciación con sus palabras: el padre Gago perdió en ese momento bastante de su encanto a los ojos de Alejandro: aunque en el terreno docente continuara siendo para él digno de toda admiración.
Tomado de Bukowski: Y con leves variantes: aplicado a mí:
Y no me has engañado, sólo era que quería creer.
Mi ser, mi comportamiento, mi existencia, descalifica al mundo y a su Creador.
Bukowski: un pedazo del poema: Asidero en la oscuridad:
“soy
una serie de
pequeñas victorias
y grandes derrotas
y estoy tan
asombrado
como cualquier otro
de
haber llegado
desde allí hasta
aquí
sin cometer ningún asesinato
ni haber sido
asesinado;
sin
haber dado con mis huesos en el
manicomio.
mientras esta noche
me bebo a solas otra vez
el alma a pesar de todo el sufrimiento
pretérito
gracias a todos los dioses
que no estuvieron
de
mi parte
entonces”.
De La gente parece flores al fin.
Traducción de Eduardo Iriarte.
Madrid. Visor: 2009.
Penetraba el padre Gago en el aula: un recitativo prendido de los labios, salmodia consuetudinaria, rezo a modo de saludo que todos los curas del internado proferían obligatoriamente antes de iniciar cada clase: Dios te salve María, llena eres de gracia, bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre... ¡Jesús!
El padre Gago pronunciaba la oración entre dientes: chapurreada deprisa y maquinalmente mientras con gesto maniático se frotaba las manos: la oración duraba justo el tiempo que una persona necesitaba para recorrer la breve distancia que separaba la puerta de la pizarra: el padre Gago pisaba el estrado en el mismo instante en que pronunciaba el desganado: ¡Jesús!, para, tras una sonora palmadita de aviso, exclamar un: ¡papelucho!, que alborotaba a los alumnos: raudos, al ensalmo de palabra tan mágica, los chicos ocupaban sus pupitres y buscaban apresurados cualquier papel que se les pusiera a mano para responder en él a la pregunta del improvisado examen.
El padre Gago era conocido como el Jabugo entre los alumnos: más bien chato y regordete, con las gafas en quimérico, pero a la par estable equilibrio sobre esa naricilla porcina de la que jamás llegaron a caerse –para decepción de la chavalería-, impartía las clases de Arte y amaba su materia como pocos profesores del internado; porque el profesorado adolecía de amor por el prójimo, de amor por las asignaturas y de amor por sus propios trabajos. La excepción, en eso, era el padre Gago: que aparecía en la clase: entonaba su canturreo: y concluía con un seco: ¡Jesús! Y tras la palmadita de rigor anunciaba: ¡papelucho!
La pasión por la asignatura que cada curilla impartía tan sólo la sentía verdaderamente el padre Gago –que acababa de rezar el Ave María y ordenar papelucho- y en cierta medida, aunque por otros motivos, el padre Palomino, encargado de las clases de literatura y Ecce Homo de eterno malestar en el aparato digestivo, con úlcera, ardores y flatulencias, escritor y poeta de los de cafetín y vasito de bicarbonato que un día leyó en clase un poema y preguntó con insistencia a los hermanos si sabían quién era el autor: entre los nombres que se barajaron como posibles alumbradores de la obrita aparecieron Espronceda y Bécquer, para satisfacción del esponjado cura. El padre Palomino desveló –con una modestia forzada y entre dientes, aunque todo su ser pugnaba por abrir los ventanales y gritar con viva voz a los campos castellanos que era él, en efecto, el creador- que se trataba de un poema suyo:
Pía que te pía, pía,
un pajarillo en el árbol,
aguda fiebre de grillos
va su pico goteando.
Así rezaba la composición, y los alumnos sentían un morboso escalofrío, algo macabro, incluso algo erótico, al saborear en los oídos eso de aguda fiebre de grillos va su pico goteando.
El padre Gago entendía a los niños, los admiraba y sabía cómo tratarlos, no les exigía un comportamiento adulto, una de las mayores obsesiones del padre Canto: un hombre reconcomido y resentido con todo el mundo: que regalaba golpetazos en la cabeza con unas gruesas llaves: que telefoneaba a las familias de los alumnos para reprenderlas por cualquier nadería –incluso a las horas más intempestivas y en los momentos más inopinados- y que castigaba de manera desproporcionada y amenazadora: el padre Canto era un malnacido, en toda la extensión de la palabra.
Si Alejandro debía su amor por el Arte a las clases del padre Gago –ese que decía ¡Jesús! entre dientes y ordenaba un papelucho tras la palmadita de aviso- bien podría haberle adeudado al padre Canto un aborrecimiento eterno por la Historia: la materia que impartía con evidente desgana y nula preparación pedagógica. Sin embargo, por una de esas paradojas de la vida, la nefasta enseñanza de la Historia por parte del padre Canto influyó definitivamente en Alejandro, que solía preguntarse si lo que el mal encarado curilla les reseñaba, entre eructos ácidos y vaporadas de Chinchón seco, guardaba algún parecido –por remoto que fuera- con los acontecimientos reales. Si yo impartiera clases de Historia no las daría así, se decía a menudo y, al final, Alejandro se convirtió en catedrático de Historia, casi como una forma de llevar a cabo un desagravio de la asignatura en compensación por el grosero y grasiento manoseo al que el padre Canto la sometió durante años. Pero eso es otro asunto, ya.
Bukowski, un verso de un poema:
“es como si el mundo entero estuviera envuelto en vendas
mugrientas”.
Resulta que, he descubierto, que ya somos tres los que aborrecemos el cine: Holden Caulfield, Charles Bukowski y yo. Buk, en su novela Hollywood, opina del cine (y no deja de tener retranca el asunto, puesto que en ella narra cómo confecciona el guión y posteriormente se produce y se dirige la película Barfly):
“Era una enfermedad: ese gran interés en un medio que, sin cesar, una y otra vez, no lograba producir nada en absoluto. La gente se había acostumbrado de tal forma a ver mierda en las películas que ya no se daba cuenta de que era mierda”.
Ya coincidimos en algo los tres… lástima que sólo me parezca en eso –sólo en eso- a Holden y Chinaski.
Un indeterminado día al inicio de febrero de 1913.
Se había instalado en el Albergue de Hombres de Viena, situado al norte de la ciudad, pero eso no fue siempre así que, poco antes, vivió en húmedos sotanillos abandonados y en pensiones de mala muerte –como la de frau Zakreys y sus malditos diez kronen al mes-, se calentó como pudo al abrigo de los escombros de las casuchas derruidas, tomó sopa en los mediodías de caridad del comedor popular de un convento de la Gumpendorferstrasse y hasta se cobijó en el asilo de Meidling, un albergue repleto de piojos. Incluso, en más de una ocasión, sin una moneda en los bolsillos, se vio obligado a dormir al raso, pese a lo frío y duro del clima vienés. Durante una temporada, la más cruda e invernal, quitó a paladas la nieve que obstruía las puertas de los pasos de carruajes de la gente pudiente, también cargó equipajes como maletero en la Westbahnhof y se empleó en infinidad de humillantes chapuzas. Todos los sufrimientos se daban por buenos con tal de conseguir el deseo supremo por el que colgó los estudios y se trasladó hasta Viena: superar de una vez por todas el examen de ingreso a la Academia de Bellas Artes.
Un dinerillo escaso, no más de cincuenta kronen remitidos por su piadosa tía Johanna, le permitió hospedarse en el Albergue de Hombres. Revigorizado, comenzó a vender algunas de sus acuarelas, bien a través de pasantes judíos de arte o bien expuestas en un cochambroso tenderete improvisado en plena calle, en mitad del frío de la vía pública para, desde su frustrado parapeto, contemplar el bullicio de una ciudad inhumana y retrógrada embebida en el esplendor de su pléyade cultural. Así era la Viena de Hitler, una ciudad dura y cruel, aplastada por el peso del recuerdo de los numerosos genios que florecieron al amparo de las artes y al cobijo de los salones encopetados.
Así era la Viena de Hitler, sí, y también la Viena de Stalin, porque ambos personajes, por entonces dos perfectos desconocidos, un par de don nadies enfrentados a la humanidad desde la impotencia de su juventud, iban a coincidir en las rúas vienesas. El Hitler hambriento, que vivía en un albergue, se toparía con el Stalin agresivo, un joven comunista de poca monta llegado hasta Viena por orden de Lenin para asistir a un congreso político y familiarizarse allí con el programa elaborado por los socialistas austriacos.
Stalin deambulaba algo atolondrado a causa del bullicio urbano que le rodeaba. De repente, para evadirse del agobio provocado por una muchedumbre a la que en absoluto se acostumbraba, se detuvo a contemplar unas acuarelas que reflejaban típicos motivos vieneses y que intentaba vender un pintor callejero situado en una esquina de la Plaza de la Catedral.
Los ojos del ruso reposaron sobre los burdos lienzos de grueso trazo, exentos de talento.
-Es una reproducción de la Catedral de San Esteban -le aclaró Hitler a su posible comprador. Stalin, entonces aún conocido por el mote de Koba, un indomeñable bandolero antizarista cuyas hazañas le cautivaron en las lecturas de la infancia, elevó la vista del enmarañado lienzo y sus ojos colisionaron con los del pintor.
Ambos hombres se miraron: cara a cara los futuros amigos por conveniencia frente a la cuestión polaca, cara a cara quienes, después, se declararían la guerra como enconados e irreconciliables enemigos; ambos, también, supremos asesinos y genocidas. Dos mentes criminales que coincidieron en el presente de la opresora atmósfera vienesa, en la ciudad que era la cuna de la composición, en el fructífero paraíso de los Strauss, Brahms, Mahler, Beethoven, Haydn, Schubert, Schöenberg... tanta belleza pautada infestada por el légamo de ambos personajes.
Stalin venía de celebrar una reunión con Bujarin y Trotski, camaradas a los que, con el correr del tiempo, aniquilaría en su lucha intestina por alcanzar la totalidad del poder en la Unión Soviética. Esa tarde, tras discutir los aspectos del Partido Comunista en Austria, junto a otras zarandajas por el estilo, los tres personajes decidieron salir a pasear un poco para despejar sus cabezas embotadas de tanto término político. Stalin decidió adelantarse con unas briosas zancadas al cansino paso de Bujarin y Trotski, que terminaron por alcanzarlo justo a la altura del puesto de acuarelas.
Stalin fue rodeado por los colaboradores. Los tres contemplaban las acuarelas de un gañán que, con el paso del tiempo, llegaría con sus todopoderosos ejércitos a mancillar los arrabales de Moscú, la ciudad en donde el botarate que ahora miraba algo atónito e indeciso los cuadritos se haría fuerte, casi tan fuerte como un zar.
A los rusos no les gustaron las acuarelas: Bujarin meneó la cabeza en señal de desagrado, Trotski miró para otro lado y Stalin se dio media vuelta y se perdieron calle abajo: Trotski con su futuro de piolet que le hundiría el cráneo; Bujarín, tras la amarga esquina de los años, una traicionera ráfaga de balas que acabaría con sus aspiraciones de controlar el Politburó.
Aunque para todo eso, para el pioletazo, para el fusilamiento, para que el chamuscado cadáver de Hitler cayera en manos de un Stalin que ya no se acordaría por entonces ni del revolucionario y juvenil Koba ni del miserable pintorcillo de la Plaza de la Catedral de San Esteban, aún faltaba un poco: un terrible y sangriento lapso previo al advenimiento del tiempo de los asesinos.
Hitler no logró vender una sola acuarela durante ese día. En el intento de ahorrar un poco del dinero enviado por tía Johanna eligió quedarse sin cenar esa noche.
Hago mío el deseo de Charles Bukowski en su poema Sugerencia de cara a un acuerdo, cuando habla de la agonía de John Fante:
“sería agradable morir a la máquina de escribir en vez de con
el
Culo metido en una dura cuña”.