sábado, 31 de marzo de 2012

La exposición de Arte Degenerado


-Múnich, verano de 1937-

Este es un lugar libre de judíos, avisaba un cartel a la entrada de la exposición de Arte Degenerado. Quería decir que, como en gran cantidad de lugares de Alemania, en las tiendas, cines, consultorios médicos, estadios, bares, transportes, etcétera, allí tampoco podían acceder los judíos, y ni falta que les hacía contemplar la pomposa exposición, porque la gran mayoría de los cuadros calificados de inmorales y degenerados pertenecían precisamente a ellos, a los pintores judíos… así que el lugar, paradójicamente, no estaba tan libre de judíos.

Los curiosos, guiados por el morbo del que entonces era su Ministro de Propaganda, el doctor Goebbels, ardían en deseos de contemplar esas pinturas fruto de las más profundas e ignominiosas decadencias humanas, de las más abyectas razas, producto de los comportamientos más bajos del hombre, inspiradas en todas las miserias humanas que, sin duda, poseían sus perpetradores.

Una larga fila de personas guardaba cola para abonar los reichmarks que costaba el acceso y satisfacer así su inquietud: comprobar, no sin cierto miedo, si era cierto que la contemplación de tales aberraciones provocaba, como algunos rumoreaban, la inmediata pérdida de la visión en las personas más íntegras, y también en las más sensibles.

Dentro de la galería pululaban a sus anchas pasantes de arte y coleccionistas al acecho, personas que buscaban el negocio fácil con la compra a precio de saldo de un patrimonio del que se deshacía ahora, avergonzado, el Tercer Reich. Multitud de las pinturas expuestas acabarían malbaratadas en manos de intermediarios que las revenderían, a su vez, a coleccionistas americanos y a otras galerías de arte de los Estados Unidos. Al final, no se trataba más que de negociar con el sufrimiento y las angustias de los demás, una práctica habitual del hombre, tan antigua como la humanidad.

En el interior de la exposición velaban por la seguridad los agentes de las SS, mientras elementos de la Gestapo permanecían bien atentos a las exclamaciones de aborrecimiento y desaprobación de los presentes, que argumentaban que Hitler bien podría quemar esos cuadros de una vez por todas, aunque si tales porquerías ayudaban a engrosar las arcas de Alemania se daba por bien empleada su conservación para la venta al extranjero.

Lovis Corinth, Paul Klee, Paul Gauguin, Franz Marc, Vincent van Gogh, Vasili Kandinsky, Oskar Kokoschka, Mark Chagall, Pablo Picasso... acusados de decadentes por ser judíos, por padecer enfermedades mentales o físicas, por pertenecer a movimientos vanguardistas que Hitler tanto odiaba y por plasmar la realidad deformada, de una manera atormentada y aberrante... Casi cualquier motivo era bueno para que colgaran el cuadro de un pintor en esa exposición aunque, realmente, la razón de una inclusión en el catálogo radicaba en que sus autores, en mayor o menor medida, consciente o inconscientemente, se oponían al nazismo y al modo de vida que preconizaba.

De repente, un coche oficial se detuvo frente a la entrada de la exposición. Venía escoltado por cuatro motoristas y flanqueado por otros dos automóviles. De él se bajaron Hitler y Goebbels. El Führer llevaba oyendo hablar tanto de la exposición por todas partes que decidió que ya era hora de reservar un hueco en su agenda para visitarla. La presencia del Canciller en la galería causó un colapso entre los asistentes que, no de muy buenas maneras, fueron desalojados de allí por los agentes de las SS. Parsimoniosamente, Hitler y su Ministro de Propaganda recorrieron la instalación.

-¿Cuántas basuras hay colgadas de este tipejo? -Hitler preguntaba por el número de cuadros de Paul Klee, un artista que le era profundamente desagradable. Goebbels se rascó la cabeza y añadió:

-Creo que son diecisiete, Führer -Hitler esbozó una mueca de asco, para añadir a modo de reflexión:

-Son... ¡son completamente repulsivos! -y miró a su acompañante que esbozaba una sonrisa de complicidad, satisfecho por el efecto que la muestra causaba en Hitler.

-Debemos deshacernos de todas estas aberraciones -comentó el Canciller-. El renacer del pueblo alemán debe venir de la mano de un resurgir del arte alemán, ¡y para ello no necesitamos estas barbaridades! ¡Me revuelven el estómago!

Ambos hombres continuaron la visita. Hitler se detuvo ante El Rabino, un cuadro de Chagall. Meneó la cabeza en señal de descontento y añadió:

-Es repulsivo... intolerable...

Después, frente al Jardín de Monasterio, de Klee, el Führer agudizó la voz para mofarse de la pintura:

-¿Pero es que este hombre no sabe o no puede dibujar aceptablemente? ¿Le pasa algo en las manos, es tal vez manco, o retrasado? ¡Incluso un niño o un mono lo pintarían mejor! ¡Qué difícil es encontrar hoy en día artistas como Makart o Menzel! Pero ambos ya están fallecidos... ¡Para nuestra desgracia! -se lamentó Hitler.

Goebbels aprovechó la ocasión para adular un poco más al Führer y enumeró a otros de sus pintores favoritos:

-O como Miguel Ángel, Ver Meer, Bruegel... –pero Hitler no prestó mucha atención.

-¡Venga, vámonos! No puedo terminar de ver la muestra... Se me revuelve el estómago…

Y a la vez que avanzaba en pos de la salida, su siempre delicado estómago se quejó de todo aquello que no podía digerir con un recio borborigmo y un sonoro eructo con efluvios a requesón, que obligo a Goebbels a mirar para otro lado, y a unos miembros de la Gestapo a contener su gruesa risotada con acentos de cuero.


enlace a una muestra de la exposición:

http://www.contranatura.org/graficas/pinturas/degenerado/index.htm



Niños de la guerra

porque

nuestros corazones

son dos niños

de la guerra

y del hambre

que corren

abrazados en napalm

y claman

por un tazón

de vida.

miércoles, 28 de marzo de 2012

Vivisección

en la mesa de disección una novela mía
no lo hagáis
me quebraríais el pecho
y no hallaríais
el corazón

Pseudo Haiku Longinos

Un bolígrafo,
tinta en mi pecho,
lanza Pelikan.

Poética del cuento


-¿Y si no es así, qué es para usted el cuento? -la Escritora Tropical, indignada con El Fracasado por sus movimientos negativos de cabeza, no pudo hacer como que lo ignoraba y se dirigió a él después de una hora de vomitar a medio digerir los pámpanos crudos de las poéticas que se aprendió y nunca entendió. En la presidencia de la mesa, Literator, con sus pupilas de bacalao, sonrió al ver atacado a ese ser tan odioso y odiado, el Odio asaetado con el Odio mismo… El Fracasado miró a la Escritora Tropical a los ojos y en la profundidad de los mismos no encontró palmeras salvajes, ni granos de arena, ni conchas, ni caracolas, sino páginas en blanco, bocetos a medio escribir:

-El cuento es como mascar un chicle antes masticado por un griposo… Es maleable, gomoso y contagioso, altamente contagioso –El Fracasado habló flanqueado por dos montañitas de notas de rechazo de las editoriales; ahora estaba decidido a ordenarlas por orden alfabético, pero antes ya las ordenó por tamaños, colores, fechas, magnitud de los insultos… pasaba el tiempo muy entretenido con eso.

La Escritora Tropical reflexionó por un instante aquellas palabras, para concluir:

-Muy interesante, así que se pueden contagiar los relatos, es una apreciación delicada y a la par metaliteraria que…

-¡No! –interrumpió El Fracasado, estirando el cuello entre sus papelotes, como un avestruz del fracaso. Sobre el silencio tropical y los ojos piscis del Literator, añadió-: Yo no dije eso… dije que se podía enfermar leyendo relatos… que son tan malos que son contagiosos…

-¿Se puede enfermar leyendo? –la Escritora Tropical no salía de su asombro.

-Leyendo su basura, en efecto, sí –concluyó el Fracasado.

Entonces: de repente, en el café se sirvió aromático y delicioso café de Costa Rica y afuera empezó a llover: el agua resbalaba por las cristaleras como otrora lo hizo en los escaparates de algunos establecimientos de la calle Boedo y todo el mundo pudo dedicarse a fumar con delectación, súbitamente levantada la prohibición: se abría una nueva Edad de Oro para la literatura… o eso parecía, pero duró escasos segundos, los que Literator tardó en prorrumpir en carcajadas insultantes. Junto con la caspa que bañaba su cabeza, parecía tal que un fletán ofertado en la pescadería, dormidito sobre su camita de gruesos hielos malolientes.

Tener o no tener

tengo:
un contrato indefinido
9 años en el mismo trabajo
una jornada laboral de 16 horas
un cucurucho de noches en vela
un paquete de novelas rechazadas
no tengo:
vida

Acabar una relación


-Si acabar una relación ya es difícil, imagínense lo imposible que resulta terminar un relato.

La Escritora Tropical con ínfulas de escritora e inflamada de ego, borracha de saberse tan buena, encantadísima de sus genialidades, acababa de sentenciar esa frase en respuesta a una pregunta que había emergido, lacerante, desde las profundidades del café que ya no era café desde que no dejaban fumar, servían descafeinados, se triplicaba la cuenta en nombre de un injusto y mentiroso comercio justo y nunca llovía por el cambio climático. Además, aderezó su charla de todo a cien con una sarta de memeces embuchadas por su gaznate literario y aprendidas en la escuela de letras.

El Fracasado, sentado al fondo con su vasito de vinagre, ordenó sus notas de rechazo editorial y, apartando las torretas de papeles que lo ocultaban, asomó su boca cancerígena para defenderse de la llaga ulcerosa que las palabras de la Escritora Tropical acababan de producir en sus escamas literarias -podía haber argumentado teorías, podía haber mencionado las poéticas del cuento de Quiroga, Cortazar, Borges o Chéjov, podía haber recordado profundas y pesadas máximas de gran calado, pero se limitó a sentenciar:

-Es usted idiota.

Todos los presentes lo miraron, acribillándolo indignados para, en el silencio de un segundo, incómodo segundo, pensar en el interior de sus embotados cerebros un “¡tiene razón!”, y después ofrecieron a la Escritora Tropical una demi-glacé de aplausos mientras El Fracasado volvía a ocultarse tras el enorme rimero de su fracaso.

lunes, 26 de marzo de 2012

Literator

El café respiraba su aroma tibio y tranquilo, asesinada la creatividad de las volutas de humo desde que entró en vigor la prohibición de fumar, sin resbalarle por las cristaleras los haces de agua desde lo del cambio climático, detenido en el tiempo apersonal del pensamiento único, mascando los azucarillos de lo políticamente correcto.

En una mesa: el prócer, el Literator que, como un tahúr, aunaba, todos juntos y bajo las mangas de su camisa a medida, los cuatro premios más desprestigiosos del panorama literario nacional. El Literator: sí, ese que, según el día, se parecía más a un bacalao o a un besugo, cuyas carnes apergaminadas podían considerarse amojamadas y cuyo rostro respiraba trabajosamente por unas branquias aceitosas.

En la misma mesa: escuchando el discurso vacío e irritante del Literator, él, prendidas en la pechera los alfilerazos del fracaso en todos esos, en todos y cada uno de esos libros rechazados por las editoriales y que no había publicado –y que jamás publicaría.

El Literator: que tanto y tan bien sabía de vientres agradecidos, de abrazos a las farolas, de mentirijillas competitivas y de departamentos de marketing que lo pelelizaban, terminó su disertación sobre la escritura (escritura: acción que el literator escuchó una vez que algunos realizaban, quizás como una vez oyó que unos desgraciados trabajaban el vertedero de Antananaribo como una mina de metales preciosos; quizás, sí, llegó a oír eso).

Él: que podría colocar junto a su coñac desamparado y febril una pila de cartas de rechazo editorial y un puñado de corazones rotos. Él: miró al bacalao, quizás ahora más una platija, y le asestó: Escritores de verdad: son todo egoísmo, fracaso, derrota.

Literator lo miró con furia, los ojos de besugo se le salían de las órbitas, resopló paquidérmicamente y arrojó su sapiencia universal: ¿defíname usted eso de escritor de verdad?

Él, apenas la copita de coñac desabrido en los labios, asesinó: usted no.

Literator abandonó el café de atmósfera tranquila y varado en la placentera atmósfera atabáquica, descafeinada, abstemia y blanda como un músculo enfermo. Argumentó unas prisas por dar un discurso en una Academia o recibir un nuevo premio, como si un anzuelo monumental, hincado en sus carrillos, le arrancara las cocochas apremiándolo para alcanzar la calle.

Él, mientras, pidió otro coñac, fue atravesado por miradas inquisitivas, y abrió una nueva nota de rechazo editorial de esas que se sacaba de un bolsillo de su chaleco junto al pecho y regalaba a los niños, haciéndolas brotar de entre los dedos o tras las orejas como un juego de magia, con las que obsequiaba a las amigas en lugar de rosas plasticosas.

El Reich de fuego (y 2)


El Reich de fuego

-Berlín, diez de marzo de 1933-

Una lluvia de pavesas, de cenizas, inundaba los alrededores de la Opernplatz de Berlín, se depositaba sobre los tejados de las casas, encima de las repisas de las ventanas, se acumulaba en montoncillos de polvillo blanco: era el producto de la combustión de millares de libros que ardían en la inmensa hoguera de la plaza, dispersado por el viento mucho más allá de la pira de fuego donde se quemaban las obras de autores enemigos del Reich, escritores depravados o, simplemente, judíos, mentes enfermas que necesitaban de la acción purificadora del fuego según ordenes de Goebbels.

La lluvia de cenizas y pavesas se depositaba mansamente sobre los adoquines de la Opernplatz, hasta donde llegaban sin cesar camionetas que transportaban bibliotecas enteras requisadas a los judíos y carromatos tirados por caballos con lo expurgado en los archivos municipales. Se formaban largas colas de personas que traían bajo el brazo dos o tres libritos que durante toda la vida mantuvieron en casa sin prestarles la menor atención, ignorando que estaban demonizados.

La mayoría de las obras que ardían llevaban estampadas las rúbricas de esos exiliados que, impotentes, ya nada podían oponer a la destrucción de sus trabajos.

Los caballos de los carros detenidos en la Opernplatz, como otrora Los Pequeños Caballos Azules, se mostraban bastante nerviosos por las llamaradas que iluminaban la plaza con sus guiños anaranjados. A las bestias, atadas a los carromatos que lucían unas inscripciones en tiza que indicaban las bibliotecas de procedencia, no les agradaba nada la hoguera. Una especie de terror instintivo, que se elevaba por encima de los siglos, les mordisqueaba los belfos, les golpeaba en las narices, igual que a los grupos de gente, que no daban crédito ante lo que presenciaban, personas ocultas en sus guetos y que rezaban para que el futuro que se avecinaba no llegase jamás...

-¡Dejen paso, dejen paso!- chillaba Thomas Buch, un miserable medico del tres al cuarto, afincado en los arrabales de Potsdam, que esa tarde lo dejó todo en suspenso nada más enterarse del llamamiento –Buch tenía que haberle sajado el absceso a una anciana señora- para encaminarse hasta la Opernplatz con un solo libro bajo el brazo. Su único libro estigmatizado, maldito.

A codazos, Buch logró abrirse paso y ganó la pira escoltada por un grupo de camisas pardas que recibían los libros de la gente y los arrojaban al fuego. En los instantes en que el vulgo no les proporcionaba los libros, los agentes se aplicaban con empeño a la desaparición de bibliotecas enteras que aguardaban su turno en carretillas y carromatos, periódicamente descargadas de los transportes para ser devoradas por las llamas.

-¡No, no! -le gritó furibundo al miembro de las SA que pretendía arrebatarle el libro para arrojarlo al fuego- ¡Quiero tirarlo yo mismo, yo mismo! -se empeñó Thomas Buch. El hombre de las SA se apartó a un lado y agachó la cabeza con un gesto displicente que parecía decir un adelante, hágalo, si ese es su gusto. Thomas Buch tomó una leve carrerilla y con un amplio movimiento del brazo lanzó el volumen lo más cerca posible del centro de la inmensa columna de fuego. Alrededor del círculo que crepitaba agradecido y ahíto tan sólo restaban algunas hojas retorcidas y amarillas por los lametones de las llamas, algo de ceniza en suspensión y los torturados lomos de cuero de las encuadernaciones más resistentes como, por ejemplo, los libros Talmúdicos, los tratados religiosos hebreos y las obras completas de Freud. Las tapas de los gruesos tomos de la Torá eran las que con mayor encono se defendían del efecto depurador del fuego.

El volumen arrojado por Thomas Buch sobrevoló el inicio de la pira y cayó a uno de sus lados para, inmediatamente, prender en él un haz. Los ojos de su lanzador brillaban de fiebre y pasión nacionalsocialista entre las sombras ondulantes de la plaza. Thomas Buch no reparó en que, durante el vuelo del libro, se desprendieron varias cartas de su esposa, de los tiempos en que eran dos jóvenes enamorados, además de un retrato de ella de la época en que se conocieron, cariñosamente dedicado. Todo ello ardía ahora, también, en el fondo de esos infiernos

-¡Quémate, maldito judío! -le gritó al libro que ya se consumía en la hoguera. Era el Libro del asma, un tratado de Maimónides. Tan sólo un libro sobre el asma, tan peligroso como eso.

domingo, 25 de marzo de 2012

El Reich de fuego (1)


La noche de las antorchas

-Berlín, treinta de enero de 1933-

El monumental desfile de antorchas que atravesaba Berlín dividía la ciudad de parte a parte con un muro refulgente, como varias decenas de años después lo haría otro muro más real e infranqueable…

En esa noche, empezaba el nuevo orden en Alemania y, por ende, en Europa, difunta ya la vituperada República de Weimar, sistema que cobijó a una pléyade de intelectuales, poetas, escritores, pintores, arquitectos, filósofos, pensadores, los próceres de la patria, un grupo que nada pudo ante el ascenso del NSDAP de Adolf Hitler y cuyos integrantes reaccionaron con el abandono de la nación como forma de protesta, atemorizados, atenazados por el pánico.

Esa noche, la noche del desfile de las antorchas por Berlín, los entusiasmados seguidores de Hitler y de su política se lanzaron a las calles para festejar lo que acababa de ocurrir y que apenas podían creerse. Como dijo Goebbels: Hitler es canciller del Reich. Es como un cuento de hadas; alentado por el éxito, bien pronto se apresuró el hombrecillo a improvisar el desfile: desde las siete de la tarde –terminaría bien entrada la medianoche- la procesión de luminarias arrancaba en el Tiergarten, llegaba a la Potsdamer Platz, seguía por Leipzigstrasse, giraba a la izquierda para enfilar la Wilhelmstrasse y pasaba ante los edificios de la presidencia del Reich y de la Cancillería, para terminar en la Puerta de Brandenburgo. La marea humana, compuesta por miembros de las SA y de sociedades de ultraderecha como los Stahlelm, celebraba de esa manera que el cuento de hadas se hacía realidad.

Todo el proceso se sublimaba con el juramento del cargo de Canciller: pasado el mediodía de ese treinta de enero, la comitiva, con Hitler a la cabeza, se personó en el despacho de Hindenburg, el anciano y enfermizo presidente del Reich. El lugar no era muy grande, los integrantes del gabinete de Hitler abarrotaron la estancia. Debo de arreglar esto cuanto antes, se propuso, obsesionado por la arquitectura: ya se imaginaba en su cabeza una nueva Cancillería de pasillos amplios, con enormes salas de conferencias y un monumental despacho rematado en mármoles y azulejos. Para eso, aún faltaba un poco de tiempo, pero ese tiempo, el tiempo de los asesinos, también llegaría.

Hindenburg, visiblemente molesto por la espera -era un hombre metódico y de costumbres fijas-, pronunció un discurso de bienvenida, perorata en la que se congratuló de que la derecha nacionalista fuese capaz, al final, de alcanzar un acuerdo de gobierno con el que solventar la crisis institucional del Estado. Von Papen ofició de introductor oficial y presentó a Hitler para el cargo, que juró sin dilación:

-Juro solemnemente cumplir con las obligaciones inherentes al cargo de canciller del Reich sin tener en cuenta intereses propios ni de partido, pienso siempre cumplir con mi obligación para el bien de toda la nación –Hitler se pasó la lengua por sus labios algo resecos a causa de los nervios que lo atenazaban. Miró de reojo a Hindenburg, que asintió y dio su aprobación con un leve cabeceo, con un movimiento paternal que le otorgaba vía libre-.

-Y estoy dispuesto -los arengó Hitler en un breve discurso improvisado, pero por ello no menos celebrado- a defender y a cumplir la Constitución, a respetar los derechos del presidente del Reich –Hindenburg, aquí, por la parte que le tocaba como presidente que era del Reich, esbozó una amplia sonrisa de satisfacción, aprobatoria; incluso diríase que su mal humor se disipó en esos instantes-, y no escatimaré esfuerzos en imponer un régimen parlamentario normal –terminó el canciller entrante de pronunciar esa ristra de mentiras que brotaron como pus de su boca.

El silencio tomo asiento en los butacones del despacho presidencial. El tiempo pareció estirarse ante la expectativa de cómo Hindenburg terminaría con el proceso de jura y sancionaría al nuevo gobierno. Esbozó una sonrisa beatífica, pintó en su cansado rostro una expresión de gratitud y con plena satisfacción zanjó el acto:

-Bueno, caballeros, ahora adelante con la ayuda de Dios.

Las antorchas se lanzaron a las calles y un periódico católico calificó la ascensión de Hitler como un salto a la oscuridad, pese a que toda la luz de las llamas flameaba en las avenidas. Las luces de las antorchas parecían dotar aún de mayor luminosidad a la persona de Adolf Hitler, el ahora canciller del Reich.

***

Luces y sombras en la Wilhelmstrasse

-en la misma ciudad y el mismo treinta de enero de 1933-

Habéis entregado nuestra sagrada Patria Alemana a uno de los mayores demagogos de todos los tiempos. Yo profetizo solemnemente que este hombre maldito arrojará nuestro Reich al abismo y llevará a nuestra nación a una miseria inconcebible. Las generaciones futuras os maldecirán en vuestra tumba por lo que habéis hecho...

Hindenburg no atendió mucho a la nota que acababa de recibir de Ludendorff, su viejo amigo y camarada, compañero de armas y batallas, que de manera tan alarmista contemplaba la llegada de Adolf Hitler a la Cancillería. Son las reflexiones de un asustadizo, de un resentido, se dijo, acomodado en el balconcillo de su residencia en la Wilhelmstrasse, presto para disfrutar con las incidencias del desfile de antorchas que discurriría justo por debajo de la ventana. Nada le gustaba más, a ese hombre chapado tan a la antigua, que un buen desfile.

La multitud que se incorporaba espontáneamente a la marcha aclamaba a su nuevo Canciller, insultaba a los comunistas, profería descalificaciones contra la República de Weimar y en el ambiente se mascaba un extraño e inquietante sentimiento de temor, una atmósfera cargada de terror y violencia como se preña de pesadez el ambiente previo al estallido de la tormenta, cuando el aire apesta a ozono.

La sierpe formada por hombres y antorchas cruzaba el Tiergarten y también cruzaba, al fin, bajo de la Puerta de Brandenburgo: esto agradaba mucho a Hitler, un bonapartista convencido que, incluso, al estilo del Emperador francés, ya se planteaba la reforma del calendario alemán para conmemorar el treinta de enero de 1933 como el día del levantamiento nacional o el inicio del Nuevo Orden.

En el transcurso de la manifestación, Hermann Göring, una pieza importante del NSDAP, henchido de orgullo, anonadado de éxito, se apoderó de los micrófonos de la radio estatal de Berlín para pronunciar un discurso ampuloso, cargado de lugares comunes y adjetivos rimbombantes, de nauseabundas exaltaciones patrióticas y de loores al Partido. Al terminar le cedió la palabra a Goebbels, que se erigió en un improvisado comentarista de lo que sucedía ante sus ojos.

Lo que sucedía ante los excitados ojillos de Goebbels no era sino el inmenso desfile, el acto de clamor y comunión popular en que cerca de un millón de hombres tomaban Berlín para decirle al mundo que Alemania debía volver a ser Alemania y que, de la mano del nuevo Canciller, Adolf Hitler, serían capaces de conseguirlo. Los manifestantes que alcanzaban la Wilhelmstrasse a la altura del balconcillo de Hindenburg, donde se encontraba cómodamente sentado el antañón presidente del Reich, proferían algunas palabras de cariño y admiración, si bien una gran parte del populacho integrada por el tropel de miembros de las SA que lo aborrecía optaba por callarse y conducirse con un respetuoso desdén. Su figura era demasiado venerada como para insultarla.

Hindenburg contemplaba admirado el desfile, embutido en su uniforme de gala y pertrechado de un montón de brillantes condecoraciones que palpitaban a la luz del fuego de las antorchas. Le sorprendía tanta devoción por Hitler, a la par que el acto ya le empezaba a parecer interminable. Acariciaba la medianoche y él acostumbraba a recogerse sobre las siete de la tarde... Se sentía cansado, ¡pero le gustaban tanto los desfiles!

La muchedumbre llegó a la ventana en la que se asomaba un Hitler algo abrumado, como empequeñecido y contrahecho ante la magnitud del peso de su propio poder, o al menos eso era lo que aparentaba, como si de verdad fuera un hombre modesto desbordado por las circunstancias, vestido tal y como juró el cargo, con levita negra y elegante sombrero de copa. Entonces, bajo el mirador, la caterva estallaba, las hordas prorrumpían en cánticos, ovaciones, halagos, gritos frenéticos que Hitler ya experimentó esa misma tarde; justo después de que Hindenburg lo nombrase canciller regresó al Kaiserhof acompañado por las multitudes que vitoreaban entusiasmadas.

Sin embargo, no todos aclamaban al nuevo Canciller a la luz de las antorchas. En algunas terracillas, desde otras balconadas, entre la anónima multitud que se agolpaba en las aceras, muchos ciudadanos que también pertenecían al Nuevo Reich temblaban, sentían como se estrechaban sus gargantas apresadas y atenazadas por el pánico, al punto de que no eran capaces de tragar una gota de saliva ni podían articular una palabra. Tan sólo sentían el pálpito de sus alterados corazones, acelerados y asustados, latidos que articulaban un repiqueteo ensordecedor sobre las sienes.

Esa noche, multitud de judíos, comunistas, simpatizantes con la izquierda, homosexuales, artistas comprometidos, vanguardistas, enfermos crónicos, etnias y minorías, desplazados, inadaptados, asociales, retrasados mentales... temblaron, pavorosos e indefensos en los rincones más ocultos de sus casas; se sabían desamparados.

sábado, 24 de marzo de 2012

La desesperación: en Mallea


Mallea, en Todo verdor perecerá:
"La desesperación, que agobia a los cavilantes, enfurece a los imaginativos".

Lágrimas en Dessau


Lágrimas en Dessau

-en el año 1932-

Vasili Kandinsky permanecía sentado en una silla frente a la rústica mesa de su escritorio. Un flexo iluminaba el papel del cual no podía apartar la vista. El atardecer en Dessau se le abalanzó encima y la luminosidad que penetraba por los amplios ventanales era, morosamente, sustituida por la luz amarilla que proyectaba la lámpara. En un par de ocasiones, levantó los ojos para mirar en dirección a la calle, pero no se percató ni tan siquiera de que anochecía, para regresar a sus tribulaciones con la mirada concentrada en el texto.

Cuando llegué a Múnich ya sabía lo que era sufrir, desde luego –pensaba, absorto, con la mirada fija y, a la par, extraviada. En el instante en que recordaba algunas andanzas de sus días de estudiante universitario, llamaron con los nudillos a la puerta del despacho. El sonido pareció sacarlo de su ensimismamiento, pero tan sólo se redujo al gesto automático de articular la palabra adelante para zambullirse, de nuevo, en las reflexiones…

Decidió trasladarse a Múnich para estudiar arte, su gran error. Ahora se decía que jamás debió acercarse a la maldita Alemania. Aunque reconocía que por esa época la ciudad de Múnich se consideraba como un centro artístico abierto al mundo en el que pintores tan famosos como Franz von Lenbach o Franz von Stuck dictaban la trayectoria a seguir y las personalidades más destacadas de la vida artística se daban cita en Múnich: Lovis Corinth, Max Liebermann... El no podía ser menos allí, pero tan solo obtuvo la censura y el silencio hostil del mundillo artístico. Por eso, nunca debió acercarse a Múnich y, por ende, a Alemania; por ese motivo y por otros muchos motivos, por supuesto, que lo alcanzaban ahora.

-¿Qué quieres, Vasili?- le preguntó la mujer que acababa de entrar en el despacho; sin dejar de mirar fijamente el rostro de preocupación de Kandinsky tomó asiento en una silla que se encontraba al otro extremo de la mesa destartalada. Sus ojos perforaban la hoja, un comunicado oficial firmado por el ayuntamiento de Dessau.

-Vasili, ¿qué ocurre?- la mujer se vio obligada a repetir su pregunta, ante el pertinaz aislamiento del pintor. Entonces, Kandinsky elevó la vista, la miró con ternura y dolor y, sin mediar palabra, le extendió el papel causante de su amargura.

Se trataba de un aviso emitido por el ayuntamiento de Dessau en el que se le instaba a cerrar la Bauhaus. A él se lo consideraba desde entonces una persona non grata. Consecuencia de la explosión popular del NSDAP era que la dieta del ayuntamiento de Dessau fuera de mayoría hitleriana y que se dieran tanta prisa en boicotear a la pervertida y pervertedora escuela de la Bauhaus: Kandinsky era ruso y Rusia, los comunistas, los extranjeros en general, empezaban a ser mal vistos por allí, como tampoco a sus cuadros, calificados de aberrantes, igual que los de Marc, Macke, Munch, Kokoschka, Klee y tantos otros. Ante la insostenible situación, no quedaba más solución que irse de Alemania… antes de que todo eso...

La mujer acabó de leer el comunicado. ¡No puedo creerlo!, exclamó, pero al contemplar la patética expresión de Kandinsky entendió que el asunto no era una broma o un error. Era real.

De nuevo, un cambio de lugar se cernía en el negro horizonte, algo le decía a Kandinsky que la situación sería peor que antes, con la Gran Guerra. Al adquirir consciencia de esa realidad, con todas sus consecuencias, las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. La mujer se levantó inmediatamente para consolarlo, pero él, con un gesto adusto, la obligó a que le dejara solo. Ella, que bien conocía el genio del artista, dio media vuelta sin decir palabra y abandonó el despacho. Comenzó a pensar en preparar las maletas y en organizarse para la urgente huida.

La orden de cierre iba muy en serio: el día anterior, tres siniestros sicarios del NSDAP, impecablemente vestidos con los uniformes pardos del partido, dijeron que venían en representación del ayuntamiento de Dessau; primero lo insultaron, lo increparon, lo amenazaron, después le entregaron el comunicado. Tan sólo le daban cuarenta y ocho horas para abandonar el lugar. Kandinsky era afortunado, no debía quejarse, mucho peor sería lo que les aguardaba a todos los que se quedaran.

Vasili se levantó y caminó por el amplio despacho: se preocupaba por los amigos, algunos no eran nada queridos en Alemania, seguro que también se verían obligados a irse. Pensaba con cariño en algunas de sus amistades y Vasili cayó en la cuenta de lo grosero de su comportamiento con Gabrielle, apenas unos instantes. Gabrielle era una antigua alumna con la que vivía tras la separación de su mujer, sabía entenderlo y acompañarlo en los tragos duros y decisivos como los de ahora. Y París era la ciudad, una especie de capitalidad del arte, que Kandinsky prefería para refugiarse.

Pensaba en esto y daba vueltas por el despacho. Todos los muebles, las sillas, el flexo, eran arte puro, diseños de la Bauhaus... y ahora querían echarlos de allí, poner freno a una ingente labor creativa... ¡Bueno, todos los muebles no! Porque la tosca mesa de madera del despacho era rusa; se trataba de la misma mesa sobre la que trabajó en su primer exilio propiciado por la Gran Guerra, allá en Moscú. Le tomó cariño, pese a lo burdo de su acabado era muy cómoda y funcional, así que en su regreso a Alemania ordenó que se la enviaran desde Rusia. Pues ahora, incluso la mesa, se quedaría allí.

No quería saber ya nada de Alemania… y cuando sintió el dolor, el desagradecimiento, la injusticia, rompió a llorar de nuevo, ahora con mayor intensidad y menor recato que ante la mujer. Tanto, que sintió vergüenza y se apresuró a apagar la luz del flexo para que la oscuridad de la noche de Dessau inundara el despacho y ahogara la angustia. Se sumió en la oscuridad para que lo dejaran llorar tranquilo. Llorar tranquilo, ese era el único consuelo que le quedaba.

Dos días después llegaron los hombres del NSDAP y se comportaron como vándalos en el interior de las instalaciones de la escuela. Vasili Kandinsky ya no se encontraba allí, pero muchos de quienes lo presenciaron no podrían contarlo.

Morirían pronto.

Gótico Tropical

La conocí por la noche, en una discoteca de San José, sí, en Costa Rica. Tal vez el sitio fuera algo siniestro, incluso con ciertos tintes diabólicos o retorcidos, pero creo que, ni aún así, logro emplear las palabras acertadas para definirlo. ¿Barroco?, ¿gótico? ¿Cómo lo calificaría? Ahora ya no tengo dudas, lo califico como un lugar Gótico Tropical, eso es. Es el termino más acertado. Sí, seguro, Gótico Tropical y, además, se trataba de un lugar impregnado de satanismo. Así que puedo decir, y sin ánimo de equivocación, que la conocí en un lugar satánico. Aunque la catadura del antro, recuerdo que se llamaba Mar de Chira, no fue óbice para que mi amor germinase con rapidez. Bien pronto, mis escrúpulos abandonaron los miedos y gracias al caleidoscopio del amor la zahúrda plutoniana se metamorfoseó en un sitio maravilloso. Los cielos y el Paraíso se me ofrecían juntos cada vez que la veía por allí. Todo a mi alrededor, mi propia realidad, experimentaba una mutación astral, cósmica, provocada por su presencia. La quería, eso podía decirlo con la cabeza muy alta. Estaba loco por ella: hechizado, atontado, ahogado en su mentirosa realidad.

El fuego de la pasión me recorría el cuerpo en todas las direcciones, con chisporroteos eléctricos. La amaba, sí, la amaba. Durante un sinfín de noches la contemplé en silencio. Con sus negros cabellos desparramados en sicalíptico torrente de opacos sueños. Con los oscuros iris de sus ojos repletos de provocación. Siempre bebía lo mismo, la cálida absenta verde. Cuanto más rato permanecía el licor en contacto con los hielos, más verde se tornaba. Absenta verde... festival de colores y tonos apresados entre sus blancas manos de novia muerta, manos de estatua de blanca novia con ajuar de marfil. Contemplaba, arrebolado, el fúlgido color del vaso. Admiraba sus evoluciones con el corazón encogido, con el deseo de convertirme en uno de aquellos cubitos que sus labios rozaban, sutiles, a cada pequeño sorbo. Cubitos de hielo verdoso de mi pasión. Su lengua hendía el líquido, su saliva resbalaba dejando una finísima marca por el borde del vaso y tendía un invisible y efímero hilillo de baba hasta la boca: hilo verdoso de mi pasión.

El verde era entonces mi color preferido, mi color de la suerte. El verde significaba todo lo que un color puede significar. Todo... hasta la vida y la misma muerte. El hielo cada vez más verde. Hielo verdoso de mi pasión. ¿Existía un motivo para no estar absolutamente hipotecado por aquellos labios demudados que besaban con delicia y cariño la verde absenta? No, seguro que no… pero el motivo, existía, y yo, desafortunadamente, jamás me percaté a tiempo para salvar mi alma. Así de idiotizado me encontraba. Aunque el peligro reventara en mis oídos y ella me atrapara en la red, en la telaraña de verde hilo de absenta, en la trampa entretejida con el hilo verdoso de mi pasión.

Un día me habló: otro día bailamos: pronto: de la discoteca satánica, nos desplazamos a otros lugares que ella conocía bien: del centro de San José a postmodernos extrarradios, a un extraño barrio Gótico Tropical que yo jamás había imaginado: catedrales, pináculos, gárgolas recortadas frente a los palmerales, vidrieras, entre vaharadas de calor y lluvias torrenciales: esa catedral puntiaguda, naufragada en la bruma americana. Extraños ambientes de luces blancas, las humaredas generadas por máquinas de oxígeno líquido, de brillos morados, aderezados con los destellos de un neón rojo, decorados psicodélicos de ataúdes y cementerios, de cruces de piedra y hiedra... Ella era la reina, la reina, de todos los sitios que frecuentamos, la reina de todo. Bebía su absenta y yo, siempre, me encontraba a su lado contemplándola embobado. La reina de todo... de todo y de mi. Ella sabía muy bien de mi amor, pero no me concedía, de momento, una oportunidad para demostrárselo.

Por fin, una noche, me invitó a una fiesta que celebraba en su casa. Acudí ilusionado, un poquito más allá del barrio de Escalante… me dijo, y me topé con una extraña casa victoriana, crujiente, de portones y sotanillos, de ventanucos y áticos que encerraban gotas de maldad. Habitaciones repletas de gente extraña, ataviados con unos trajes solemnes. Las mujeres se movían vaporosas, adornadas con extravagantes y raros vestidos de noche. Los invitados no cesaban de beber absenta verde: la absenta verde era la única bebida existente en la fiesta. La probé, y el fantasma de la borrachera me abrazó en volandas, en verdes espirales de gozo. Ella también me capturó entre sus brazos y susurró un deseo compartir toda la eternidad contigo. Muy bonito, pensé, aturdido por completo. Era feliz, creo que en aquellos momentos era feliz. Si, estoy seguro, se puede decir así, era feliz, completamente feliz. Soy tu cubito de hielo, murmuré. Eres el hielo verdoso de mi pasión, me dijo. La besé: me sumí en el abandono.

Un dolor agudo: una punzada en el paladar: un beso doloroso: un beso frío: la saliva arrastraba el sabor de la sangre y del metal garganta abajo: un beso con regusto a acero: era el beso del compromiso eterno: el beso que arrancó sangre de mi cuerpo, de mi boca, de mi cuello… Entonces: me miró. Pude escudriñar el congelado infinito de sus bellos ojos. ¿Acaso no se encontraba allí dentro esa eternidad de la que ella acababa de hablarme? Ojos tan bellos como los de una princesa muerta. Ojos tan inexpresivos como los de un cadáver. Lo comprendí todo, se trataba de una eternidad helada, fría, gélida. Me asomaba al borde de un infinito terrorífico. Un verde mineral: gemas, piedras preciosas, rubíes en lugar de ojos, balcones tendidos al abismo de la congelación. Desesperación es el nombre de mi esmeralda.

Ahora yo también era uno de ellos: debía sentirme alegre por compartir para siempre la eternidad junto a mi amada. Esas fueron sus palabras. Ese fue su deseo. Mi escaso segundo de radiante y desbordada felicidad se sumía, ahogado, en una noche eterna de aborrecimiento.

Todos los sacrificios por amor son pocos: yo sacrifiqué mi alma. Ahora, bebía absenta verde y mataba. Pasé de ser pitanza líquida, un buen vaso de hemoglobina, a convertirme en un Romeo zombi, en un galán de entre los muertos. Y culminé el proceso con la más aterradora de las variaciones, pues de Romeo zombi, de galán de ultratumba, terminé como un Drácula de los trópicos. Y, mierda, ni siquiera me había leído ese libro… Burdo egoísmo de ultratumba. Las bajas pasiones del más allá. Declaraciones de amor de sarcófago carcomido. Besos, muchos besos... besos de colmillo retorcido. Gusanos, muchos gusanos que roen sin cesar.

Pronto aborrecí la nueva situación. Me cansaba de trasnochar, de mis agudos colmillos, del metálico sabor de la sangre, de vagar horas y horas por las calles de San José, medio desiertas y desangeladas. Aborrecía perderme entre la neblina calurosa. Harto de acechar a mis víctimas amparado en las sombras, a traición. Escondido en mi cobardía y en mis trucos, en un puñado de golpes de efecto. Mis víctimas, sí... un puñado de pobres, de viejos miserables, la mayoría de las veces alcohólicos cuya sangre no era más que agüilla -mezcla rosada de vino-, fuerte y agria, machacada por tantas papelinas de vinazo peleón.

Borrachos, desnutridos, vagabundos... de eso me alimentaba. Debiluchos que nunca opusieran demasiada resistencia. ¿Demasiada? Mejor: ninguna resistencia. Algo cómodo. Era difícil capturar a los mortales de las discotecas. Se marchaban muy rápido, montaban en veloces automóviles y no dejaban tiempo para reaccionar. Eso, si no me tomaban en busca de lío, a la caza de jóvenes guapos. O confundían a mi eterna amada con una puta y a mí con su chulo del tres al cuarto. ¿Podía actuar entonces? ¿De qué manera se supone que debía reaccionar ante aquellos errores? No tenía fuerzas, ni ganas de gritar, de advertir a quienes me ofendían que entonces insultaban al Rey de las Tinieblas, al Príncipe del Mal, al Gran Enemigo. Sin ilusión, sin ninguna ilusión por utilizar todos esos absurdos términos que se pronuncian en las películas. Con mi aspecto me habrían partido la cara, seguro. Los vampiros, la verdad, carecemos de dignidad.

Me encontraba harto de aquelarres, de confusiones, de malentendidos, de ocultar -permanentemente- mi auténtica vida, de horas y horas de espera en cementerios y de una existencia repleta de los tópicos del vampiro. Hastiado de la humedad de las fosas, de los barrizales a la puerta de los panteones, de sangrientos ritos que lo ponen todo perdido, de manchas de sangre difíciles de limpiar, de la mala cara que tienen los muertos, de la podredumbre de la descomposición... todo ello a la sombra de los palmerales, a las orillas del Pacífico, en la cintura del mundo, en el centro del continente. Apestaba a cera barata, a madera de ataúd de saldos. Consumido -y nunca mejor dicho- decidí acabar con todo aquello. La solución al problema parecía simple. La mataría, a ella, a mi amor, y me suicidaría después... ¿puede un vampiro suicidarse?

El tópico era real una vez más: ni balas, ni venenos, ni nada. Sólo una estaca en el corazón. Bien profunda, clavada en la carne, como la aguja de muerte que ella me hundió en la yugular con el afilado beso de acero. Ante sus ojos negros, mi abismo y mi perdición, podría pensar -triste consuelo- que aún me quedaba ella, mi amada, por toda la eternidad. Para querernos y para ser felices. No. Ella se encargó de evitar que tuviera reparos a la hora de ejecutarla. Eligió el camino contrario, desintegró mis deseos de permanecer a su lado. Se enamoró de otro vampiro y tornó la eternidad -mi eternidad- en una maldición de engaño y celos.

Ella eligió enamorarse del vampiro dueño de la satánica discoteca, de aquél Mar de Chira globulítico, plaquetario, plasmario. Propietario, además, de un mausoleo con templete en el cementerio más noble de la ciudad. Un lugar donde descansar a salvo de la humedad, a cubierto de la temporada de las lluvias torrenciales, en el interior de magníficos féretros de caoba con aplicaciones de oro y un cálido acolchado de plumas de ánade real. Allí no se pringaban de barro los bajos de los vestidos al salir de la cripta. Sí, una coquetona cripta… demasiado atractivo para que ella pudiera resistirse.

Me faltó valor para arrebatarme la... ¿vida? Mi gran amor extratemporal yacía a mi lado. Sus inmensos ojos abiertos y sus afilados colmillos desencajados. Con la estaca clavada en el pecho. Con una expresión acusadora en la cara. Me advertía de lo idiota que era. Denunciaba lo absurdo de mi comportamiento. En el interior del lujoso mausoleo también reposaba ya, definitivamente, el dueño de la discoteca, al que decapité, para mayor seguridad, después de transir su codicioso corazón. Corazón de No Muerto que me arrebató lo que más quería.

En teoría, debería ser yo el siguiente, el siguiente en dejar de existir, pero era un cobarde. Además de vampiro: cobarde: un vampiro cobarde. Jamás reuniría el valor suficiente y necesario para asestarme un estacazo en el corazón o dejarme achicharrar por el sol del amanecer: un maldito cobarde.

Y ahora: sí que soy el mayor de los tópicos. El tópico por excelencia. El vampiro retirado, triste, decadente. Habito en un castillo abandonado, de romántica historia, perteneciente a un pretérito señorío de rancio abolengo apergaminado. Cada noche aterrorizo a los aldeanos y degüello unas vacas en la insoportable lucha por beber sangre... en algún innominado lugar entre Heredia y San José, tal vez, al pie de un volcán asmático.

Eso soy, un vampiro solitario y apenado, que piensa en lo mejor que resultó cualquier tiempo pasado. Nubes de recuerdos y reflexiones nublan mi mente mientras me amorro a la jugosa y exuberante yugular bovina. Colgado del cuello siento como golpean mis rodillas las ubres bamboleantes. La sangre espesa y caliente en mi boca rememora aquel maldito beso. Muchos acusan al Chotacabras de mis actos. Ni tan siquiera me queda el consuelo de una paternidad clara en las desgracias. Los vampiros, como tal, ya no provocamos más que risa. Somos seres ridículos. Desgastados por el tópico. Es más sencillo asustarse del Chotacabras. Al menos, da más miedo… Tal vez, un día, los labriegos me planten cara y terminen con mis martirios al ensartarme una horquilla herrumbrosa en el pecho. Pero lo dudo, dudo de su valor. Huyo de ellos cuando organizan batidas a la caza del vampiro, animados por el alcohol e inflamados por la testosterona. Con cada nuevo atardecer, asusto a sus rollizas hijas, que imaginan mi pavorosa silueta recortada en las sombras crepusculares. Asusto a los propietarios de calenturientas imaginaciones, pero no hinco el diente a un ser humano desde hace años... y lo peor es que amo demasiado mi no-vida de hematófago como para clausurarla.

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Bebo absenta verde a la luz de la luna llena. Al fondo, un coro de mugidos de vacas temerosas aguarda a que mi apetito me obligue a rendir sangrienta visita. Es mi vida. Mi reducida vida de trescientos años de apatía. Un grupito de reses pastan sobre un campo de color verde absenta. Cuatro labriegos supersticiosos, corren asustados mientras se santiguan. Buscan refugiarse bajo el cobijo de sus supercherías. Huyen de mi presencia y me muestran crucifijos. Ni siquiera tengo ganas de incendiar, con un seco movimiento de la mano, las cruces de madera que me plantan delante de la cara. Es un buen golpe de efecto, sin duda, pero ya me aburro de hacerlo. Está muy visto.

Soy un prisionero de las eternas ojeras y del eterno trasnochar. Eternas ojeras moradas, ronchas violáceas. Ojeras, círculos amoratados para la perpetuidad. El eterno recordarte, hilo verdoso de mi pasión. Recordándote a perpetuidad, mi cubito de hielo empapado en absenta verde, hielo verdoso de mi pasión. Así, hasta que un valiente, llegado desde muy lejos, acierte con la llave correcta de la cripta, levante la tapa del ataúd correspondiente y no falle con el golpe propiciado al compás de un violento giro de las muñecas. Un golpe seco, de cuajo. El redentor golpe de guadaña.

Todo ello bajo el cielo tropical.

Y todo esto: por un beso.