domingo, 25 de marzo de 2012

El Reich de fuego (1)


La noche de las antorchas

-Berlín, treinta de enero de 1933-

El monumental desfile de antorchas que atravesaba Berlín dividía la ciudad de parte a parte con un muro refulgente, como varias decenas de años después lo haría otro muro más real e infranqueable…

En esa noche, empezaba el nuevo orden en Alemania y, por ende, en Europa, difunta ya la vituperada República de Weimar, sistema que cobijó a una pléyade de intelectuales, poetas, escritores, pintores, arquitectos, filósofos, pensadores, los próceres de la patria, un grupo que nada pudo ante el ascenso del NSDAP de Adolf Hitler y cuyos integrantes reaccionaron con el abandono de la nación como forma de protesta, atemorizados, atenazados por el pánico.

Esa noche, la noche del desfile de las antorchas por Berlín, los entusiasmados seguidores de Hitler y de su política se lanzaron a las calles para festejar lo que acababa de ocurrir y que apenas podían creerse. Como dijo Goebbels: Hitler es canciller del Reich. Es como un cuento de hadas; alentado por el éxito, bien pronto se apresuró el hombrecillo a improvisar el desfile: desde las siete de la tarde –terminaría bien entrada la medianoche- la procesión de luminarias arrancaba en el Tiergarten, llegaba a la Potsdamer Platz, seguía por Leipzigstrasse, giraba a la izquierda para enfilar la Wilhelmstrasse y pasaba ante los edificios de la presidencia del Reich y de la Cancillería, para terminar en la Puerta de Brandenburgo. La marea humana, compuesta por miembros de las SA y de sociedades de ultraderecha como los Stahlelm, celebraba de esa manera que el cuento de hadas se hacía realidad.

Todo el proceso se sublimaba con el juramento del cargo de Canciller: pasado el mediodía de ese treinta de enero, la comitiva, con Hitler a la cabeza, se personó en el despacho de Hindenburg, el anciano y enfermizo presidente del Reich. El lugar no era muy grande, los integrantes del gabinete de Hitler abarrotaron la estancia. Debo de arreglar esto cuanto antes, se propuso, obsesionado por la arquitectura: ya se imaginaba en su cabeza una nueva Cancillería de pasillos amplios, con enormes salas de conferencias y un monumental despacho rematado en mármoles y azulejos. Para eso, aún faltaba un poco de tiempo, pero ese tiempo, el tiempo de los asesinos, también llegaría.

Hindenburg, visiblemente molesto por la espera -era un hombre metódico y de costumbres fijas-, pronunció un discurso de bienvenida, perorata en la que se congratuló de que la derecha nacionalista fuese capaz, al final, de alcanzar un acuerdo de gobierno con el que solventar la crisis institucional del Estado. Von Papen ofició de introductor oficial y presentó a Hitler para el cargo, que juró sin dilación:

-Juro solemnemente cumplir con las obligaciones inherentes al cargo de canciller del Reich sin tener en cuenta intereses propios ni de partido, pienso siempre cumplir con mi obligación para el bien de toda la nación –Hitler se pasó la lengua por sus labios algo resecos a causa de los nervios que lo atenazaban. Miró de reojo a Hindenburg, que asintió y dio su aprobación con un leve cabeceo, con un movimiento paternal que le otorgaba vía libre-.

-Y estoy dispuesto -los arengó Hitler en un breve discurso improvisado, pero por ello no menos celebrado- a defender y a cumplir la Constitución, a respetar los derechos del presidente del Reich –Hindenburg, aquí, por la parte que le tocaba como presidente que era del Reich, esbozó una amplia sonrisa de satisfacción, aprobatoria; incluso diríase que su mal humor se disipó en esos instantes-, y no escatimaré esfuerzos en imponer un régimen parlamentario normal –terminó el canciller entrante de pronunciar esa ristra de mentiras que brotaron como pus de su boca.

El silencio tomo asiento en los butacones del despacho presidencial. El tiempo pareció estirarse ante la expectativa de cómo Hindenburg terminaría con el proceso de jura y sancionaría al nuevo gobierno. Esbozó una sonrisa beatífica, pintó en su cansado rostro una expresión de gratitud y con plena satisfacción zanjó el acto:

-Bueno, caballeros, ahora adelante con la ayuda de Dios.

Las antorchas se lanzaron a las calles y un periódico católico calificó la ascensión de Hitler como un salto a la oscuridad, pese a que toda la luz de las llamas flameaba en las avenidas. Las luces de las antorchas parecían dotar aún de mayor luminosidad a la persona de Adolf Hitler, el ahora canciller del Reich.

***

Luces y sombras en la Wilhelmstrasse

-en la misma ciudad y el mismo treinta de enero de 1933-

Habéis entregado nuestra sagrada Patria Alemana a uno de los mayores demagogos de todos los tiempos. Yo profetizo solemnemente que este hombre maldito arrojará nuestro Reich al abismo y llevará a nuestra nación a una miseria inconcebible. Las generaciones futuras os maldecirán en vuestra tumba por lo que habéis hecho...

Hindenburg no atendió mucho a la nota que acababa de recibir de Ludendorff, su viejo amigo y camarada, compañero de armas y batallas, que de manera tan alarmista contemplaba la llegada de Adolf Hitler a la Cancillería. Son las reflexiones de un asustadizo, de un resentido, se dijo, acomodado en el balconcillo de su residencia en la Wilhelmstrasse, presto para disfrutar con las incidencias del desfile de antorchas que discurriría justo por debajo de la ventana. Nada le gustaba más, a ese hombre chapado tan a la antigua, que un buen desfile.

La multitud que se incorporaba espontáneamente a la marcha aclamaba a su nuevo Canciller, insultaba a los comunistas, profería descalificaciones contra la República de Weimar y en el ambiente se mascaba un extraño e inquietante sentimiento de temor, una atmósfera cargada de terror y violencia como se preña de pesadez el ambiente previo al estallido de la tormenta, cuando el aire apesta a ozono.

La sierpe formada por hombres y antorchas cruzaba el Tiergarten y también cruzaba, al fin, bajo de la Puerta de Brandenburgo: esto agradaba mucho a Hitler, un bonapartista convencido que, incluso, al estilo del Emperador francés, ya se planteaba la reforma del calendario alemán para conmemorar el treinta de enero de 1933 como el día del levantamiento nacional o el inicio del Nuevo Orden.

En el transcurso de la manifestación, Hermann Göring, una pieza importante del NSDAP, henchido de orgullo, anonadado de éxito, se apoderó de los micrófonos de la radio estatal de Berlín para pronunciar un discurso ampuloso, cargado de lugares comunes y adjetivos rimbombantes, de nauseabundas exaltaciones patrióticas y de loores al Partido. Al terminar le cedió la palabra a Goebbels, que se erigió en un improvisado comentarista de lo que sucedía ante sus ojos.

Lo que sucedía ante los excitados ojillos de Goebbels no era sino el inmenso desfile, el acto de clamor y comunión popular en que cerca de un millón de hombres tomaban Berlín para decirle al mundo que Alemania debía volver a ser Alemania y que, de la mano del nuevo Canciller, Adolf Hitler, serían capaces de conseguirlo. Los manifestantes que alcanzaban la Wilhelmstrasse a la altura del balconcillo de Hindenburg, donde se encontraba cómodamente sentado el antañón presidente del Reich, proferían algunas palabras de cariño y admiración, si bien una gran parte del populacho integrada por el tropel de miembros de las SA que lo aborrecía optaba por callarse y conducirse con un respetuoso desdén. Su figura era demasiado venerada como para insultarla.

Hindenburg contemplaba admirado el desfile, embutido en su uniforme de gala y pertrechado de un montón de brillantes condecoraciones que palpitaban a la luz del fuego de las antorchas. Le sorprendía tanta devoción por Hitler, a la par que el acto ya le empezaba a parecer interminable. Acariciaba la medianoche y él acostumbraba a recogerse sobre las siete de la tarde... Se sentía cansado, ¡pero le gustaban tanto los desfiles!

La muchedumbre llegó a la ventana en la que se asomaba un Hitler algo abrumado, como empequeñecido y contrahecho ante la magnitud del peso de su propio poder, o al menos eso era lo que aparentaba, como si de verdad fuera un hombre modesto desbordado por las circunstancias, vestido tal y como juró el cargo, con levita negra y elegante sombrero de copa. Entonces, bajo el mirador, la caterva estallaba, las hordas prorrumpían en cánticos, ovaciones, halagos, gritos frenéticos que Hitler ya experimentó esa misma tarde; justo después de que Hindenburg lo nombrase canciller regresó al Kaiserhof acompañado por las multitudes que vitoreaban entusiasmadas.

Sin embargo, no todos aclamaban al nuevo Canciller a la luz de las antorchas. En algunas terracillas, desde otras balconadas, entre la anónima multitud que se agolpaba en las aceras, muchos ciudadanos que también pertenecían al Nuevo Reich temblaban, sentían como se estrechaban sus gargantas apresadas y atenazadas por el pánico, al punto de que no eran capaces de tragar una gota de saliva ni podían articular una palabra. Tan sólo sentían el pálpito de sus alterados corazones, acelerados y asustados, latidos que articulaban un repiqueteo ensordecedor sobre las sienes.

Esa noche, multitud de judíos, comunistas, simpatizantes con la izquierda, homosexuales, artistas comprometidos, vanguardistas, enfermos crónicos, etnias y minorías, desplazados, inadaptados, asociales, retrasados mentales... temblaron, pavorosos e indefensos en los rincones más ocultos de sus casas; se sabían desamparados.

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