jueves, 1 de marzo de 2012

7 Segundos de Condena (2)


2. Arden los Puentes.

Su brazo agarró con fuerza el mío. Con fuerza (una excavadora que destroza piedras y terruños que se despedazan en mi pecho, arenas que se deslizan entre mi corazón, recuerdos aprisionados por el poderoso brazo hidráulico, por una incontenible pala que araña y destroza, que rasga y despelleja, que nunca pide perdón) me arrastró hasta una cafetería cercana. Conversamos, frente a un par de cervezas.

La conocí en el instituto... Mi cabeza se elevó por encima de los cogotes agachados y sumisos, humillados por el látigo del latín y chocó salvajemente con sus ojos que rastreaban con desesperación un SOS emergente de algún pupitre. Se encontró con mi desesperada llamada de socorro. Ya nunca más me humillé ante el latín, desde entonces me humillé ante Ella. Mucho mejor, ¿no?

Nuestras relaciones cuajaron en un instante y nos amamos como el latín vivía inseparable del suspenso. Por un tiempo creí que podría ser PRECAVIDAMENTE FELIZ. Pero ni tan siquiera me dejó llegar a ello. Al poco tiempo me abandonó. Alegó no se que excusas y me apuñaló sentimentalmente. Me fusiló, degolló y por la brecha de dolor provocada se me escapaba la confianza y la esperanza. Ella lo ignoraba, pero mataba la esperanza.

La mala suerte, solamente esa puede ser la causa, la mala suerte nos llevó a coincidir en la carrera de Historia. De nuevo volvimos a estar juntos. Aguanté una relación, un martirio, hasta el tercer curso. Entonces, decidí dejar los estudios y no la vi más. Ni tan siquiera me llamó por teléfono para interesarse por mí. Ni me mandó una postal desde sus lugares de vacaciones. Ni se molestó en recordar que existía un idiota al que destrozó una vez y que, si algún día se aburría, PODRÍA CONTINUAR ENTRETENIDA CON LA DESTRUCCIÓN DEL IDIOTA, mi propia destrucción. Pero por entonces yo ya no servía ni para ser aniquilado.

Esto es lo que ocurrió. Unos hechos que no se enseñan ni se aprenden en la carrera de Historia, estudios que terminé por la Universidad a Distancia. ¿De qué me valió comprender la Revolución Industrial si he sido incapaz de entender mi propia revolución, la que sublevó mi corazón y conquistó el territorio del desánimo con una política de tierra quemada, de sentimientos calcinados, sobre los que nunca podrá renacer carne sana?

Ella me marcó a fuego en el corazón y en la cabeza, en cada uno de mis actos. En cada movimiento.

¿De qué me vale ahora conocer los verdaderos motivos que llevaron a Colón a descubrir América cuando he sido incapaz de descubrir mi propio continente de la desgracia y plantar en él la bandera del optimismo?

No me vale de nada, NUNCA, NADA, VALIÓ LA PENA.

Entre sorbo y sorbo de cerveza me puso con rapidez al corriente de su vida. Presentaba unos parámetros claros, concisos y vulgares. Sobre todo vulgares. Particularmente vulgares. Excelentes notas-doctorado-boda-un niño-plaza de profesora no numeraria-tesis-plaza de profesora fija-mucho trabajo-muy importante-mucho amor-familia-éxitoéxitoéxito. Parámetros de una vida que emanaban de la vulgaridad y destilaban vulgaridad. Pautas de comportamiento nacidas de la monotonía y de todos esos valores tan comunes a los buenos ciudadanos. De eso que, por privárseme a mi, siempre he criticado con odio -un odio que en realidad no es sino ENVIDIA-. El éxito lo desconozco. Ella no. Triunfó socialmente y se casó con su novio de toda la vida. Que bien.

Sobre todos estos asuntos tan sangrantes para mi moral giró nuestra conversación. A Ella le importaba muy poco lo que pudiera haber sido de mi persona durante esos años. Lo mal que me podía sentir, incluso lo que aún sentía por Ella. Le daba lo mismo. Ignoraba que con tan sólo una frase suya -una miserable frase suya- lograría que cambiase de opinión respecto al suicidio.

Mi cerebro recordaba nuestro amor entre chispazos enloquecidos de mis neuronas y latidos comprimidos de mi corazón. Rememoraba el último día en que la vi. Mi despedida para siempre. Bajo un cielo increíblemente azul y despejado (tanto que dolía) me deslicé por las escaleras del metro y dejé detenida en mi memoria su larga cabellera, sus ojos que ya no telegrafiaban ningún SOS y su corazón que latía pausado y reposado. Corazón, su estúpido músculo, ese músculo suyo tan satisfecho, hastiado de triturarme. Un vagón me sumió en LA OSCURIDAD DE SU AUSENCIA.

Tan sólo unas pocas frases (despojos léxicos, recortes semánticos, casquería gramática) serían suficientes para salvar mi vida, pero Ella parecía no saberlo. QUERÍA NO SABERLO. Nunca las pronunció.

Mi tiempo se agotó como la cerveza dio paso a la espuma en el fondo de la copa. La vida abrió las puertas del bar y recibió con un abrazo a los triunfadores y, eso era lo peor, las cerró de golpe frente a mí. Su maridito aguardaba en casa, esperaba a su mujercita para comer.

Me despedí de Ella con un beso en la mejilla. Me parecía incomprensible, absurdo, que por no ser lo que siempre fui con Ella, por no significar algo (si es que llegue a significar algo para Ella alguna vez) me privara de besar su boca ahora. Además, yo me encontraba a punto de morir. Pero Ella no lo sabía. O tal vez lo intuía y PREFERÍA NO SABERLO.

Arrancó su coche y el atasco la recibió con los brazos abiertos. El atasco de los triunfadores, de los que sí tienen a donde ir, que saben que alguien los aguarda -sumidos en la desesperación de la anhelada espera nerviosa- al final de las colas de los coches. Tienen el dónde, un cuándo, un cómo, un porqué y un por quién atascarse. Poseen un motivo por el cual atascarse y desesperarse. Recuerdo que entonces pensé en cómo me hubiera gustado poseer a alguien que me hiciera esperar, aguardar histérico en una estación, AUNQUE NUNCA ACUDIESE A LA CITA CONMIGO.

Los brazos abiertos del atasco la recibieron en su seno de humo y contaminación sonora como los brazos abiertos de su marido la recibirían en su seno de envidias y celos, de posesión, de maldita pertenencia. Y el atasco la fagocitó en su estómago de aluminios y carburantes requemados con la misma furia que almacenaban sus piernas abiertas al anochecer. Aberturas por las que aún destilaba mi agonía sobrecogida.

Calle abajo la perdí. Esta vez para siempre. Un autobús rojo me hirió de muerte al cruzarse tras su coche y no dejarme verla más. ¿Qué le hice yo al transporte urbano que siempre se muestra tan cruel conmigo?

Pensamientos de muerte anidaban en mi cabeza, otra vez. Sí, muerte, y ahora tocaba ya la mía. Caminé con calma (¿qué posible prisa podría existir ya?). Me acerqué al puente. A la catapulta, al todo que para mi significaba la anhelada y apreciada nada. Significaba todo lo que deseaba: desaparecer de una vez por todas.

Llamé a la policía desde un teléfono público y les anuncié mi suicidio. Advertí bien claro el lugar, la situación y la inmediatez del mismo, ya que soy (¿o debo decir era?) donante de todos los órganos que pudieran servir para salvar vidas. La idea de perpetuarme en el futuro y llevar una existencia mejor me obsesionaba. Lo intentaría, aunque tan sólo pudiera consolarme por partes.

Me ilusionaba que mis ojos dieran a otro hombre la oportunidad de interceptar un SOS con mejor fortuna que yo. Pero lamentablemente no sucedió así. NUNCA SUCEDEN LAS COSAS A MI GUSTO. Una vez muerto, las cosas no tenían por que cambiar. Y no cambiaron. Mi ideal de ganar una segunda oportunidad fracasó. Claro, se trataban de los órganos de un fracasado. ¿Qué otra cosa podría haber sucedido? Fracasado por fuera, y por dentro. Incluso en la más recóndita esencia de mi ser anidaba el fracaso.

El rizoma del fracaso.

Me asomé al puente. Todo Madrid aparecía ahora en mi premortal imaginación surcado por deliciosos y salvadores pasos elevados. Se me apoderó un ansia de dolor y odio, indignado ante un día tan bello. Me rasgaba con violencia el sentimiento de la envidia. El mundo, la naturaleza, parecía alegrarse de mi extinción. Yo, una especie que desaparecía. Ella, una especie que se perpetuaría. No podía consentirlo. Y menos cuando pensaba que una miserable palabra de Ella habría evitado mi extinción. Juré que me vengaría.

Un cielo inmensamente claro y limpio parecía ser la declaración de alegría de toda la humanidad por mi aniquilación.

Una vez más, imaginé todos esos puentes extendidos, como los brazos de un pulpo seráfico, angelillo en pos de mi salvación, en dirección a mi alivio.

Al final de los puentes, abajo, debajo de los puentes, existía una dimensión de alivio al fracaso.

Un lugar para los fracasados, sitio exclusivo para los fracasados.

Debajo de todos esos puentes existía ese lugar.

TODOS ESOS PUENTES ARDÍAN AHORA EN MI CORAZÓN Y YO ERA UNO DE ELLOS.

Salté al vacío.

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