El Reich de fuego
-Berlín, diez de marzo de 1933-
Una lluvia de pavesas, de cenizas, inundaba los alrededores de la Opernplatz de Berlín, se depositaba sobre los tejados de las casas, encima de las repisas de las ventanas, se acumulaba en montoncillos de polvillo blanco: era el producto de la combustión de millares de libros que ardían en la inmensa hoguera de la plaza, dispersado por el viento mucho más allá de la pira de fuego donde se quemaban las obras de autores enemigos del Reich, escritores depravados o, simplemente, judíos, mentes enfermas que necesitaban de la acción purificadora del fuego según ordenes de Goebbels.
La lluvia de cenizas y pavesas se depositaba mansamente sobre los adoquines de la Opernplatz, hasta donde llegaban sin cesar camionetas que transportaban bibliotecas enteras requisadas a los judíos y carromatos tirados por caballos con lo expurgado en los archivos municipales. Se formaban largas colas de personas que traían bajo el brazo dos o tres libritos que durante toda la vida mantuvieron en casa sin prestarles la menor atención, ignorando que estaban demonizados.
La mayoría de las obras que ardían llevaban estampadas las rúbricas de esos exiliados que, impotentes, ya nada podían oponer a la destrucción de sus trabajos.
Los caballos de los carros detenidos en la Opernplatz, como otrora Los Pequeños Caballos Azules, se mostraban bastante nerviosos por las llamaradas que iluminaban la plaza con sus guiños anaranjados. A las bestias, atadas a los carromatos que lucían unas inscripciones en tiza que indicaban las bibliotecas de procedencia, no les agradaba nada la hoguera. Una especie de terror instintivo, que se elevaba por encima de los siglos, les mordisqueaba los belfos, les golpeaba en las narices, igual que a los grupos de gente, que no daban crédito ante lo que presenciaban, personas ocultas en sus guetos y que rezaban para que el futuro que se avecinaba no llegase jamás...
-¡Dejen paso, dejen paso!- chillaba Thomas Buch, un miserable medico del tres al cuarto, afincado en los arrabales de Potsdam, que esa tarde lo dejó todo en suspenso nada más enterarse del llamamiento –Buch tenía que haberle sajado el absceso a una anciana señora- para encaminarse hasta la Opernplatz con un solo libro bajo el brazo. Su único libro estigmatizado, maldito.
A codazos, Buch logró abrirse paso y ganó la pira escoltada por un grupo de camisas pardas que recibían los libros de la gente y los arrojaban al fuego. En los instantes en que el vulgo no les proporcionaba los libros, los agentes se aplicaban con empeño a la desaparición de bibliotecas enteras que aguardaban su turno en carretillas y carromatos, periódicamente descargadas de los transportes para ser devoradas por las llamas.
-¡No, no! -le gritó furibundo al miembro de las SA que pretendía arrebatarle el libro para arrojarlo al fuego- ¡Quiero tirarlo yo mismo, yo mismo! -se empeñó Thomas Buch. El hombre de las SA se apartó a un lado y agachó la cabeza con un gesto displicente que parecía decir un adelante, hágalo, si ese es su gusto. Thomas Buch tomó una leve carrerilla y con un amplio movimiento del brazo lanzó el volumen lo más cerca posible del centro de la inmensa columna de fuego. Alrededor del círculo que crepitaba agradecido y ahíto tan sólo restaban algunas hojas retorcidas y amarillas por los lametones de las llamas, algo de ceniza en suspensión y los torturados lomos de cuero de las encuadernaciones más resistentes como, por ejemplo, los libros Talmúdicos, los tratados religiosos hebreos y las obras completas de Freud. Las tapas de los gruesos tomos de la Torá eran las que con mayor encono se defendían del efecto depurador del fuego.
El volumen arrojado por Thomas Buch sobrevoló el inicio de la pira y cayó a uno de sus lados para, inmediatamente, prender en él un haz. Los ojos de su lanzador brillaban de fiebre y pasión nacionalsocialista entre las sombras ondulantes de la plaza. Thomas Buch no reparó en que, durante el vuelo del libro, se desprendieron varias cartas de su esposa, de los tiempos en que eran dos jóvenes enamorados, además de un retrato de ella de la época en que se conocieron, cariñosamente dedicado. Todo ello ardía ahora, también, en el fondo de esos infiernos
-¡Quémate, maldito judío! -le gritó al libro que ya se consumía en la hoguera. Era el Libro del asma, un tratado de Maimónides. Tan sólo un libro sobre el asma, tan peligroso como eso.
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