En la soledad del templo atravieso las sombras temblorosas por el llorar de un cirio, me inflamo de frío de baldosas nacaradas y de bancos de madera al trasluz. Me empacho de abandono divino y magnánimo, del ácido sabor a misales oxidados y al aceite de velas. Puedo roer la madera blanda y verde de las estatuillas del retablo del altar y siento crujir la piel de los Santos que lloran con lágrimas de silicona por mi alma. Un viento helado recorre y agita las negras cortinillas del confesionario: un viento helado zarandea el cabo blanco que se extingue y estoy seguro de que Dios debe contemplarme desde lo alto.
Sobre los bancos te busco incluso en tu negación: cómo me tienes de abandonado... Escucho mi propio eco, mi febril mirada rebota sobre cadenas de mártires y candelabros de plata. Me quiebro por encontrar un indicio tuyo, de ti y de tu existencia. En lo alto no dejan de contemplarme: en lo alto, sí, en lo alto de un monte y en mitad de la crucifixión: aguardo a que de una vez sueltes tu dulce lanzazo sobre mí y sobre mi corazón. Manará la sangre: el dolor, el sudor, las llagas y, en efecto, la sangre. Yo también soy un mártir…
¿O no eras tú, con mi dolor eterno, mi Dios real?
Los clavos y la corona de espinas son reproches. Mis lágrimas son el agua bautismal que, suave y saladamente, confirma mi destrucción. También son Rosario de amarga duda. De mis manos brotan llagas rojizas y palpitantes. De mi frente mana sudor sanguinolento y caigo transformado en un Dios.
Pero no, no lo soy.
No: soy una imitación de Cristo.
De un Cristo que ni tan siquiera existe.
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