-Múnich, verano de 1937-
Este es un lugar libre de judíos, avisaba un cartel a la entrada de la exposición de Arte Degenerado. Quería decir que, como en gran cantidad de lugares de Alemania, en las tiendas, cines, consultorios médicos, estadios, bares, transportes, etcétera, allí tampoco podían acceder los judíos, y ni falta que les hacía contemplar la pomposa exposición, porque la gran mayoría de los cuadros calificados de inmorales y degenerados pertenecían precisamente a ellos, a los pintores judíos… así que el lugar, paradójicamente, no estaba tan libre de judíos.
Los curiosos, guiados por el morbo del que entonces era su Ministro de Propaganda, el doctor Goebbels, ardían en deseos de contemplar esas pinturas fruto de las más profundas e ignominiosas decadencias humanas, de las más abyectas razas, producto de los comportamientos más bajos del hombre, inspiradas en todas las miserias humanas que, sin duda, poseían sus perpetradores.
Una larga fila de personas guardaba cola para abonar los reichmarks que costaba el acceso y satisfacer así su inquietud: comprobar, no sin cierto miedo, si era cierto que la contemplación de tales aberraciones provocaba, como algunos rumoreaban, la inmediata pérdida de la visión en las personas más íntegras, y también en las más sensibles.
Dentro de la galería pululaban a sus anchas pasantes de arte y coleccionistas al acecho, personas que buscaban el negocio fácil con la compra a precio de saldo de un patrimonio del que se deshacía ahora, avergonzado, el Tercer Reich. Multitud de las pinturas expuestas acabarían malbaratadas en manos de intermediarios que las revenderían, a su vez, a coleccionistas americanos y a otras galerías de arte de los Estados Unidos. Al final, no se trataba más que de negociar con el sufrimiento y las angustias de los demás, una práctica habitual del hombre, tan antigua como la humanidad.
En el interior de la exposición velaban por la seguridad los agentes de las SS, mientras elementos de la Gestapo permanecían bien atentos a las exclamaciones de aborrecimiento y desaprobación de los presentes, que argumentaban que Hitler bien podría quemar esos cuadros de una vez por todas, aunque si tales porquerías ayudaban a engrosar las arcas de Alemania se daba por bien empleada su conservación para la venta al extranjero.
Lovis Corinth, Paul Klee, Paul Gauguin, Franz Marc, Vincent van Gogh, Vasili Kandinsky, Oskar Kokoschka, Mark Chagall, Pablo Picasso... acusados de decadentes por ser judíos, por padecer enfermedades mentales o físicas, por pertenecer a movimientos vanguardistas que Hitler tanto odiaba y por plasmar la realidad deformada, de una manera atormentada y aberrante... Casi cualquier motivo era bueno para que colgaran el cuadro de un pintor en esa exposición aunque, realmente, la razón de una inclusión en el catálogo radicaba en que sus autores, en mayor o menor medida, consciente o inconscientemente, se oponían al nazismo y al modo de vida que preconizaba.
De repente, un coche oficial se detuvo frente a la entrada de la exposición. Venía escoltado por cuatro motoristas y flanqueado por otros dos automóviles. De él se bajaron Hitler y Goebbels. El Führer llevaba oyendo hablar tanto de la exposición por todas partes que decidió que ya era hora de reservar un hueco en su agenda para visitarla. La presencia del Canciller en la galería causó un colapso entre los asistentes que, no de muy buenas maneras, fueron desalojados de allí por los agentes de las SS. Parsimoniosamente, Hitler y su Ministro de Propaganda recorrieron la instalación.
-¿Cuántas basuras hay colgadas de este tipejo? -Hitler preguntaba por el número de cuadros de Paul Klee, un artista que le era profundamente desagradable. Goebbels se rascó la cabeza y añadió:
-Creo que son diecisiete, Führer -Hitler esbozó una mueca de asco, para añadir a modo de reflexión:
-Son... ¡son completamente repulsivos! -y miró a su acompañante que esbozaba una sonrisa de complicidad, satisfecho por el efecto que la muestra causaba en Hitler.
-Debemos deshacernos de todas estas aberraciones -comentó el Canciller-. El renacer del pueblo alemán debe venir de la mano de un resurgir del arte alemán, ¡y para ello no necesitamos estas barbaridades! ¡Me revuelven el estómago!
Ambos hombres continuaron la visita. Hitler se detuvo ante El Rabino, un cuadro de Chagall. Meneó la cabeza en señal de descontento y añadió:
-Es repulsivo... intolerable...
Después, frente al Jardín de Monasterio, de Klee, el Führer agudizó la voz para mofarse de la pintura:
-¿Pero es que este hombre no sabe o no puede dibujar aceptablemente? ¿Le pasa algo en las manos, es tal vez manco, o retrasado? ¡Incluso un niño o un mono lo pintarían mejor! ¡Qué difícil es encontrar hoy en día artistas como Makart o Menzel! Pero ambos ya están fallecidos... ¡Para nuestra desgracia! -se lamentó Hitler.
Goebbels aprovechó la ocasión para adular un poco más al Führer y enumeró a otros de sus pintores favoritos:
-O como Miguel Ángel, Ver Meer, Bruegel... –pero Hitler no prestó mucha atención.
-¡Venga, vámonos! No puedo terminar de ver la muestra... Se me revuelve el estómago…
Y a la vez que avanzaba en pos de la salida, su siempre delicado estómago se quejó de todo aquello que no podía digerir con un recio borborigmo y un sonoro eructo con efluvios a requesón, que obligo a Goebbels a mirar para otro lado, y a unos miembros de la Gestapo a contener su gruesa risotada con acentos de cuero.
enlace a una muestra de la exposición:
http://www.contranatura.org/graficas/pinturas/degenerado/index.htm
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