Yo confieso:
Que malgasté mis días fiándolos a la literatura; que he leído todos los libros y he escuchado todas las canciones y oído todos los discos a la búsqueda de una señal que nunca he conseguido encontrar o que no se me ha querido, impotente, revelar; que soy una serpiente de palabras y un asesino de poetas; que me pongo enfermo al entrar en una librería y que palidezco ante las mesas de novedades; que el día del libro es el día oficial de mi derrota; que respiré a bocanadas a tu lado por intentar retener algo de ti dentro de mí; que soy Eugene Tooms siempre ávido de hígados; que el peor momento es siempre; que la esperanza es lo primero que se pierde; que lo peor siempre está por venir y que al final llega; que frente a la tumba de Kafka lamenté haberme dedicado a la literatura; que he enfermado de literatura y he vivido de libros, he comido de lecturas, he soñado de lecturas y he llorado la tinta de mis letras; porque confieso que he deseado que fueras algo más que una dirección IP, una fecha de cumpleaños o un signo del horóscopo; porque la sangre que corre por mis venas y bombea mi corazón: corre por mis venas y bombea mi corazón por ti, y no puedo evitar que deje de hacerlo; confieso que he sido como Catulo, Odio et amo…
Confieso, sí, yo confieso que he deseado ser Joseph Roth, Franz Kafka, John Fante o Thomas Bernhard, escribir por los poros, sudar palabras, vomitar odios, refocilarme en mi asco y poder abandonar, rendido, a tiempo.
Y confieso, finalmente: que las lágrimas nunca fueron, ni de lejos, suficientes y que nada, absolutamente nada, ha merecido la pena para sobrevivir y soportar esta tristeza de inmensa literatura.
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