Giacomo Leopardo leyó su tesis doctoral sobre Giacomo Leopardi en la Universidad de Siena. En el tribunal, entre otros, el doctor Ochibona y el doctor Mulligano, especialista en egiptología, grifos y gatopardos. Leopardo mantuvo la teoría, a lo largo de sus más de tres mil folios de tesis, a lo largo de sus más de dos horas de exposición, de que Leopardi había inventado un dulce que llevaba el nombre de Zibaldone y que la poesía El Infinito, cumbre y cota de la lírica italiana, la había compuesto un día de borrachera, atiborrado de absenta verde, tras tropezar y caerse entre dos cubos de basura del jardín de la casa.
Las teorías del doctorando Leopardo sobre Leopardi fueron recibidas con gran entusiasmo. El doctor Ochibona murmuraba un “ya me lo figuraba yo”, para ratificar las novísimas circunstancias descubiertas por Leopardo sobre la composición poética de Leopardi y, chupándose los dedos, además, sostenía, punto por punto y línea por línea, lo del dulce llamado Zibaldone, una especie de merengue con forma de volcán (unos decían que era el Etna, otros que el Stromboli). El doctor Ochibona iba a decir algo, añadir un comentario de indudable valor, sin duda, pero el presidente del tribunal lo interrumpió con palabras tan certeras como sabias: “no se comente ya nada, llevamos mucho tiempo aquí y es necesaria una pausa para tratar de recuperar el equilibrio prostático”.
Mientras el tribunal se reunía para ver que nota conceder al doctorando Leopardo, ciento ochenta años atrás, en esos mismos instantes, Giacomo Leopardi anotaba en su cuaderno de notas –notas que después, en arrebato casi místico, se comió privando a la posteridad de ellas- que ciento ochenta años después, Giacomo Leopardo iba a descubrir en una tesis doctoral la verdad sobre la composición de El Infinito, poema que, en esos momentos, ni existía ni el propio Leopardi sabía que iba a llamarlo así, y explicaba claramente como, borracho de absenta, se iba a caer entre unos cubos de basura para ocurrírsele la cumbre del lirismo italiano. Contempló satisfecho su confesión, se levantó, allá en medio, en su biblioteca de Recanati, se amorró a la botella de absenta verde y salió al jardín, directo a los cubos de basura que lo aguardaban, como la historia de la Literatura, entre raspas de sardina, restos malolientes de pescado y mondas de patata…
El tribunal le otorgó el cum laude a Leopardo que, satisfecho, sin ni siquiera quitarse el birrete, corrió a la calle para celebrarlo, con tan mala suerte que le cayó una gárgola, desprendida a causa del vendaval que soplaba aquella tarde en Siena. Le rompió el birrete y le abrió la cabeza como una sandía, rajada en dos.
Y sobre la milenaria acera de volutas y grifos, Leopardo vertió toda la sabiduría que almacenaba en su cerebro, abierto al sol como melón maduro, para entregar la vida al Altísimo, justo en la puerta de la Universidad.
El birrete, rasgado, era zarandeado por el viento de una acera a otra como una enorme rata de color vino tinto y el bedel, blasfemando, cubrió el charco de sangre y masa encefálica con unas paletadas de serrín desganado.
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