Pues sí: la había reconocido nada más subirla al coche, nada más recogerla de la esquina en donde exhibía aquellas carnes ya tan decadentes: era la Maga. Y cuando se lo dije, mientras manejaba por Morales, camino del puerto, es que ni siquiera intentó disimularlo: lo aceptó con derrota y amargura. Vos, ¿sos la Maga, verdad?, le pregunté. Encendió un mentolado y, tras exhalar una voluta de humo azulino, asintió con la cabeza: Sí, lo soy. Le pregunté que cómo había acabado allí, en Bariloche, mientras parqueaba en una zona sombría y sórdida detrás del muelle, lugar habitual de intercambio puta-cliente. Murmuró algo que no puede comprender mientras me bajaba la cremallera del pantalón.
Cuando terminó, le dije: Maga, ¿sabés?, podría amarte para siempre, toda la vida. Ni siquiera se molestó en responder. Se estaba limpiando los labios con un clínex y extendió la mano demandando la plata. ¡Quedaté conmigo!, le insistí, pero ya se bajaba del carro. Introdujo la cabeza por la ventanilla y, a modo de despedida, me gritó: ¿Para qué? ¿Para qué vos también, loco, como Oliveira, me llevés de un lado para otro, a saltos, con la pendejada esa del tablero de dirección, del maldito lado de acá y del lado de allá? No, gracias loco…
La Maga se perdió entre la bruma del puerto, entre los estibadores malhablados, que eructaron su diccionario de zafiedades cuando la vieron pasar.
¿Encontraría, de nuevo, a la Maga?
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