Acababa de mudarme a un edificio a medio construir, que soportaba unas obras monstruosas y mastodónticas: desde la quinta planta, hasta la catorce, su descarnado esqueleto de cemento al aire, con los pisos, los rellanos, como sus costillas raídas, expuestos al relente de la primavera. No sé muy bien el motivo, ni cómo fui capaz, recuerdo el insomnio, una botella de Jack Daniel´s por la mitad y el ánimo insuflado por el alcohol cabalgando mi cuerpo. Recuerdo salir de casa en calzoncillos, descalzo, y tomar el ascensor hasta la quinta planta. Allí: unas barreras y unas cintas de colorines prohibían el paso. Demasiado poco el esfuerzo del papel satinado y plasticoso para detener a un suicida. Por encima de la quinta planta respiraba la bestia arquitectónica de conglomerado, sudaba su cemento bajo la noche.
Arranqué la cinta, salté la valla y empecé a subir por las escaleras que, a medida que ganaba los pisos, se convertían en un proyecto de sí mismas. En las esquinas: pelotillas de papel de plata y cáscaras de plátano, los restos del desayuno de uno de los obreros. Me hería los pies con escombros, con piedrecillas, y en algún lugar llegué a cortarme profundo. Empecé a sangrar, pero ya no me importaba. Alcancé la última planta: me alejé de las escaleras y me aproximé a uno de los laterales del edificio: ante mí: el telón de un abismo negro y silencioso que desembocaba en el sumidero de la calle. Enfrente: las luces de la ciudad, sus destellos y parpadeos, burlándose de mí, riéndose de mí, animándome a hacerlo.
Di unos pasos cortos y me coloqué sobre el borde: la brisa ya algo cálida de la primavera me acariciaba, como prometiéndome que si saltaba el futuro sería mucho mejor, no sólo para mí sino para todos, sin mi presencia. Eso era una verdad incontestable. Entonces, vi allí cerca, sobre unos tablones, la maldita radio. Di marcha atrás, no podía dejar sin justicia aquello. Esa radio que ponían los obreros a todo volumen durante el día y que me martirizaba, porque el patio ejercía a modo de chimenea, de cono de amplificación, incluso la dejaban encendida, olvidada, alguna noche, con esos insoportables programas deportivos, o esa música hortera. La arrojé por el patio interior y se despanzurró al llegar abajo. Fue una especie de ensayo general y me satisfizo ponerme en el lugar del aparato. En vez de bobinas y cables: vísceras y sangre en el estallido. Muy bien: ahora ya podía volver con mi propio holocausto.
Sobre el borde: la vista de la ciudad, las Torres de Colón, el reloj de la Gran Vía, saltar, un paso, otro, en calzoncillos, descalzo y sangrando por el pie.
No pude hacerlo. Pensé una cosa: tenía aún mucho por escribir. Sólo la literatura podría salvarme. No, no daría el salto, al menos de momento. Llevaba novelas dentro como un canguro a sus crías en el marsupio. La literatura me había salvado. Y fíjate ahora.
Me volví a casa: corrí para acurrucarme en el rincón del insomnio: el corte en la planta del pie se infectó y las sirenas que cruzaban el Paseo de la Castellana parecían las risotadas de la ciudad: que se carcajeaba de mí.
Arranqué la cinta, salté la valla y empecé a subir por las escaleras que, a medida que ganaba los pisos, se convertían en un proyecto de sí mismas. En las esquinas: pelotillas de papel de plata y cáscaras de plátano, los restos del desayuno de uno de los obreros. Me hería los pies con escombros, con piedrecillas, y en algún lugar llegué a cortarme profundo. Empecé a sangrar, pero ya no me importaba. Alcancé la última planta: me alejé de las escaleras y me aproximé a uno de los laterales del edificio: ante mí: el telón de un abismo negro y silencioso que desembocaba en el sumidero de la calle. Enfrente: las luces de la ciudad, sus destellos y parpadeos, burlándose de mí, riéndose de mí, animándome a hacerlo.
Di unos pasos cortos y me coloqué sobre el borde: la brisa ya algo cálida de la primavera me acariciaba, como prometiéndome que si saltaba el futuro sería mucho mejor, no sólo para mí sino para todos, sin mi presencia. Eso era una verdad incontestable. Entonces, vi allí cerca, sobre unos tablones, la maldita radio. Di marcha atrás, no podía dejar sin justicia aquello. Esa radio que ponían los obreros a todo volumen durante el día y que me martirizaba, porque el patio ejercía a modo de chimenea, de cono de amplificación, incluso la dejaban encendida, olvidada, alguna noche, con esos insoportables programas deportivos, o esa música hortera. La arrojé por el patio interior y se despanzurró al llegar abajo. Fue una especie de ensayo general y me satisfizo ponerme en el lugar del aparato. En vez de bobinas y cables: vísceras y sangre en el estallido. Muy bien: ahora ya podía volver con mi propio holocausto.
Sobre el borde: la vista de la ciudad, las Torres de Colón, el reloj de la Gran Vía, saltar, un paso, otro, en calzoncillos, descalzo y sangrando por el pie.
No pude hacerlo. Pensé una cosa: tenía aún mucho por escribir. Sólo la literatura podría salvarme. No, no daría el salto, al menos de momento. Llevaba novelas dentro como un canguro a sus crías en el marsupio. La literatura me había salvado. Y fíjate ahora.
Me volví a casa: corrí para acurrucarme en el rincón del insomnio: el corte en la planta del pie se infectó y las sirenas que cruzaban el Paseo de la Castellana parecían las risotadas de la ciudad: que se carcajeaba de mí.
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