jueves, 31 de mayo de 2012

La Novela


La Novela creó, tras años de trabajo, su primer autor. Le salió un tipejo mas bien abyecto y revenido, con perilla y gafillas de pasta, con media melenita grasienta, chancletas, apestando a sudor y la boca repleta de soflamas posmodernas. La Novela, sobra decirlo, no cosechó éxito alguno con su autor, así que, superado el primer fracaso, la Novela se esforzó en construir su segundo autor: un ser pagado de sí mismo, pedante y petulante hasta la náusea y adornado con grandes patillones, y el agrio descalificativo amarrado de los dientes. No fue un éxito, pero la Novela consiguió colocar a su autor en algunos programas televisivos e, incluso, firmó en la Feria del Libro.

A la tercera intentona, la Novela dio en el clavo con su autor peor trabajado, pergeñado deprisa y con apenas cuatro o cinco trazos diluidos, pero que, en manos del marketing y del departamento de publicidad, terminó como rotundo autor de éxito: era el autorretrato de un tipo amargado y vengativo, experto en todo y sabedor de nada, que pronto fue alzado a gloria nacional y, una vez fallecido tras un cáncer caníbal, y también un cáncer muy comercial, fue enterrado con honores. En su mausoleo, una estatua de mármol lo presentaba en actitud pensativa (a él, que su actitud fue la de cagarse en el mundo), un libro en una mano y la pluma estilográfica (que nunca utilizó: escribía siempre en word 97) en la otra. Y la cabeza elevada al cielo o al infinito (como Leopardi, igualito que Leopardi, sí), aguardando, así, la llegada de las musas (que jamás se hicieron carne en su vida: la única carne que cató fue la de dos o tres putillas que lo soportaban de vez en vez, porque era borracho y de mano enladrillada).

La Novela, tras los fastos en el cementerio por su autor más consagrado, pudo ocupar, ahora ya sí, tranquila y satisfecha, los polvorientos anaqueles de una librería de usado, en espera de que su autor fuera convertido en texto obligatorio en escuelas y enseñanzas medias, en preguntas de selectividad y tesis doctorales y, entonces, ya no dejarían, a la Novela, descansar entre moho y ratoncillos, removida de aquellos plúteos, entre los que ansiaba retirarse tras su paso a la posteridad, por sobones lectores a la búsqueda del ofertón literario.

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