El horror… el horror… el horror…, musitaba Kurtz, acuclillado frente a
la hoguera en la que se recocían restos
humanos, las cabezas de sus acólitos clavadas en picas, un cadáver
purulento abierto en canal a sus pies.
El horror… el horror… el horror…, murmuró, meneando la cabeza,
derrotado, mientras cerraba, de golpe seco y definitivo, 2666. Y lo arrojó, con
temblores, al fuego. Ahora sí, anulado el espanto, pudo cobijarse entre el tufo
de los muertos, las cabezas sangrantes, y se hizo sitio entre unas
tripas y un estómago, al calor de las vísceras que le servían de manta, y se
acomodó pateándole las costillas al cadáver.
Antes de dormirse, no pudo evitar abrir por un segundo los ojos: mirar
a la hoguera, temeroso, no fuera que esa abominación renaciera de entre las
llamas.
Con la seguridad de que eso no ocurriría, soñó plácidamente en la certeza
de que un tal Martin Sheen borracho se rajaría la mano contra un espejo; soñó,
también, con un director de cine pretencioso y con una película de más de tres
horas y con el olor del napalm por las mañanas...
Y de pronto, con unos detectives salvajes.
¡El horror!
Se despertó de la pesadilla con el título de aquella vergüenza
en sus labios amargados de hiel.
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