Hoy se habló de
Bolaño, en clase.
Nos ocurrió, como al
protagonista de La náusea, que
contemplaba, qué sé yo, un objeto, un árbol: y le entraban arcadas… pues
nosotros, a medida que avanzaba la explicación de la profesora, ante los
volúmenes de las novelas de Bolaño, nos atravesó una larga flema de asco.
Inexplicable.
Se repartieron palanganas.
Los alumnos vomitamos, al fin, a gusto.
Eran textos eméticos, los textos que leía la
profesora. Tuvo que detenerse a vomitar, también.
Hacía calor, la temperatura aumentaba dentro del
aula, recocidos entre el pestazo a vómito y bilis. Las lecturas, las palabras
de El gaucho insufrible rezumándonos
de los labios, apegotonadas en los párpados como una mala legaña.
Y el sonido de las vomitonas repicaban sobre las palanganas
de acero inoxidable y la hiel se apimentaba en nuestras narices.
Entre arcada y arcada, sí, se pudo extraer la Gran
Conclusión Literaria:
El mérito del autor –dijo la profesora- recae en su
habilidad para haberse muerto, acertadamente, y a tiempo.
Es muy duro eso, dijo un alumno chino.
Lo es, le repuso nuestra profesora, lo es… duro,
pero tan cierto…
La clase prosiguió un rato explotando la veta
vomitiva.
Al final, el bedel nos gritó, se llevó las manos a
la cabeza cuando dejamos libre la clase: lodazal encharcado de moco.
Tendrían que prohibir la enseñanza de ciertos
escritores, estamos siempre igual… dijo.
Con una desgana que lo atravesaba como un
pararrayos, sembraba serrín para tratar de disimular, acallar las reacciones
fisiológicas de nuestros cuerpos, acicateados ante el estudio de la Gran
Literatura.
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